
Si los estudiantes no son capaces de imaginarse un futuro, los docentes no podremos ayudarlos. Muy módicas serán las reformas que podrán aplicarse en la educación sin su compromiso, sin sus ganas, sin una utopía que los conmueva. La tendencia de los adultos, fundamentalmente de quienes tiene poder, es sostener la rutina, adaptarla a sus necesidades, ajustar las interpretaciones de la realidad a su subjetividad. La normalidad, entonces, no es más que un criterio que se ha vuelto dominante. Los adultos tenemos muchos mecanismos para tratar de convencer a las nuevas generaciones de que no estamos equivocados, por eso es tan necesario que no se resignen a cumplir el rol que los demás esperan de ellos. Y no se trata, por supuesto, de confundir rebeldía con actos vandálicos ni suponer que ser grosero es un modo de desafiar las normas. Por el contrario, esas actitudes sólo confirman las expectativas más razonables: la adolescencia, en su confusión, traduce sus miedos en agresiones. Por eso hay que tolerar hasta que maduren. Esa es una feroz trampa que el sentido común hace funcionar cada día, por eso no alcanza con gritos, insultos, ni nada parecido. Es absolutamente necesario que las energías se aboquen a pensar con la originalidad que ya nos es vedada a los docentes, a los padres, a las autoridades. No se entretengan con burlarse de quien se ve diferente, esas miserias que les hemos heredado no son dignas del futuro que merecen. Busquen el modo de escucharse, de desaprender los prejuicios, de reconocer en los demás aquello que los convoca, sepan curarse de los males de la modernidad. No se queden sólo con la razón, ni con una versión de los hechos, presten atención a los animales, sean capaces de atender las demandas de los que menos tienen y no renieguen de su condición de seres emocionales. La emoción también nos hace humanos.
La escuela no es el mejor de los sitios para aprender, porque hace muchos años que esa institución envejeció, se quedó sin motivos para suscitar la atención y por eso recurre a la disciplina y a la peor versión del rigor. Porque el rigor no es malo, si lo usamos para analizar un material, para producir conocimiento, para juzgarnos con honestidad. Hay tanto por hacer que no es posible descansar, ni esperar que otros inicien. ¿O acaso se espera a que otros quieran para empezar a querer?
La educación es un acuerdo con el futuro. Se establece qué se abandona, qué se hereda y qué se construye. Es una predisposición al cambio, para aumentar nuestra humanidad pero no tanto en contenidos sino más bien en valores, en principios fundantes de la cultura que no habitaremos. Pero ningún acto constitutivo, ninguna apertura hacia otro horizonte, ningún tajo al sentido común se podrá conservar con su potencia radicalmente novedosa sin su intervención. El futuro sólo existe en ustedes, es la obligación que recae sobre la juventud: agotar esta vida para crear una nueva. Quizás ése sea el motivo menos endeble para concurrir a la escuela.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social