Celulares en la escuela: entre la prohibición y la pedagogía necesaria.

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Por Cristian López. 

Lic. en Comunicación, Profesor de Historia.

“La educación escolar, apoyada en las nuevas tecnologías, deja de ser un espacio cerrado para convertirse en una ventana abierta al conocimiento sin fronteras.”

La reciente decisión de la provincia de Buenos Aires de prohibir el uso de teléfonos celulares en las escuelas primarias abre un debate necesario sobre el lugar de la tecnología en las aulas. El argumento central de la medida es reducir las distracciones que generan los dispositivos, mejorar la atención y favorecer la calidad de los aprendizajes. Según datos oficiales, más de la mitad de los estudiantes reconoce que se distrae con el celular durante las clases, y los informes internacionales como PISA (Programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes) señalan que este fenómeno es recurrente en nuestro país.

Como docente de nivel secundario, observo diariamente cómo el uso del celular puede convertirse en un obstáculo para la concentración, la interacción y el desarrollo de las clases. Resulta innegable que la inmediatez de las redes sociales, los mensajes y las notificaciones, compite con la palabra del docente y la dinámica pedagógica. En este sentido, una normativa que organice y limite su presencia en la escuela puede ser un paso positivo.

Sin embargo, también debemos advertir los riesgos de una prohibición absoluta. La experiencia indica que lo prohibido suele encontrar canales clandestinos: celulares escondidos, distracciones ocultas, tensiones en la disciplina escolar. Más allá de eso, la tecnología no puede reducirse a un “enemigo” de la educación. En secundaria, por ejemplo, los estudiantes utilizan sus dispositivos para investigar, organizar tareas, consultar material digital e incluso comunicarse con la institución. El desafío no pasa por eliminar el celular de las aulas, sino por enseñar a usarlo con criterio pedagógico.

A esta discusión se suma un recuerdo todavía fresco: durante la pandemia, tanto estudiantes como docentes e incluso familiares, fuimos obligados a trasladar toda la vida escolar a los dispositivos móviles. Se nos exigió estar conectados sin límite, sostener clases a través de pantallas, convivir con notificaciones, plataformas y aplicaciones educativas. Hoy, apenas unos años después, se nos pide lo contrario: apartar los celulares para volver a lo analógico. Esta contradicción revela que no hemos logrado una política educativa clara y sostenida sobre el lugar de la tecnología en la enseñanza.

La prohibición puede tener efectos inmediatos en la reducción de distractores, pero para que la medida sea genuinamente transformadora debe acompañarse de acciones complementarias como:

Capacitación docente en educación digital y mediación pedagógica.

Recursos tecnológicos alternativos en las aulas (computadoras, tablets, conectividad).

Normas claras pero flexibles, que permitan usos puntuales del celular bajo supervisión pedagógica. 

Espacios de reflexión con los estudiantes para comprender el sentido de la regulación.

La escuela no puede girar de la hiperexigencia digital a la prohibición total sin un marco coherente. Si el objetivo es formar ciudadanos críticos, responsables y capaces de usar la tecnología de manera consciente, debemos ofrecer oportunidades para aprender a convivir con ella, no simplemente eliminarla.

En definitiva, celebro la intención de recuperar la concentración y el vínculo humano en las aulas, pero advierto que la respuesta no puede ser solo prohibitiva. El verdadero desafío está en enseñar a habitar un mundo atravesado por las pantallas, donde la educación debe guiar, orientar y equilibrar, en lugar de oscilar entre extremos.

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