Educar desde el territorio: una pedagogía que nace del suelo que pisamos. 

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Por Cristian López. 

Lic. en Comunicación, Profesor de Historia.

Más que una teoría, Pedagogía del territorio propone una forma de mirar la educación desde los vínculos, los lugares y las experiencias que nos constituyen. Un libro que invita a pensar la enseñanza no como transmisión, sino como encuentro situado, cargado de memoria, afecto y comunidad.

Ayer termine de leer “Pedagogía del territorio” de Alicia Inés Villa, publicado en 2024 por Noveduc. Es, ante todo, una experiencia de reconocimiento. El libro nos invita a mirar con otros ojos lo que a menudo damos por obvio: el lugar donde enseñamos, las personas con las que compartimos el aula, las huellas que deja cada paso en la práctica educativa. A través de una escritura sensible y comprometida, la autora nos recuerda que el territorio no se enseña, se vive, y me atrevería a arriesgar, que esa frase condensa la clave de su propuesta.

El territorio es concebido como espacio de inscripción de prácticas sociales, como generador de conocimientos propios, genuinos y como transmisor de los mismos en un ecosistema de relaciones sociales múltiples y diversas, pasadas y presentes”

Hablar de pedagogía del territorio es hablar de una educación que no se abstrae de la realidad ni se sostiene en manuales, sino que se enraíza en la experiencia concreta de los cuerpos y las comunidades. No hay educación sin contexto, y ese contexto no es un dato, sino una trama viva que incluye lo histórico, lo simbólico y lo afectivo. La autora parece decirnos que el conocimiento no flota en el aire: tiene olor, textura y memoria.

En ese sentido, el libro interpela de manera directa a los educadores, porque nos obliga a revisar desde dónde enseñamos. ¿Qué lugar ocupa el territorio en nuestras planificaciones, en nuestros vínculos, en nuestras maneras de leer el mundo? En una época donde muchas veces se busca estandarizar la enseñanza, la autora nos hace reflexionar, que no hay pedagogía sin lugar, y que el territorio es también una forma de saber.

El texto combina teoría, práctica y relato, pero lo hace desde una voz que no se esconde detrás del discurso académico. Hay un tono de conversación, de diálogo abierto con quienes habitamos la escuela. Al leerlo, uno siente que no se trata de “aplicar” una pedagogía del territorio, sino de aprender a mirar de otro modo, de volver a la raíz, de reconocer que los procesos de enseñanza y aprendizaje siempre ocurren en un entramado de relaciones vivas.

Cuando la autora afirma que “La pedagogía del territorio, (…) busca la democratización del acceso al conocimiento, la producción cultural como acción colectiva, la promoción de los derechos humanos y las búsquedas por la identidad”, revela una comprensión profunda de la pedagogía del territorio como un proyecto educativo que trasciende los límites de la escuela para integrarse en la vida social y comunitaria. Su planteo muestra que educar en y desde el territorio implica reconocer la diversidad de saberes, las experiencias colectivas y las identidades que lo habitan. No se trata solo de transmitir conocimientos, sino de construirlos de manera compartida, generando espacios donde el aprendizaje se vuelva una práctica democrática y situada. En esta perspectiva, la educación se entiende como una forma de participación social, de defensa de los derechos humanos y de afirmación de la identidad cultural, donde el territorio se convierte en un escenario vivo de encuentro, memoria y transformación.

Además, no solo está pensando en los conflictos y las luchas que atraviesan las instituciones, sino también en la potencia que allí se esconde. Las aulas son espacios de disputa simbólica, pero también de construcción colectiva. En ellas se reproducen desigualdades, sí, pero también se producen los primeros gestos de transformación. 

La pedagogía del territorio nos propone ver esa doble dimensión: lo que duele y lo que resiste.

Educar sería una manera de construir el mundo y ese mundo no se construye en abstracto, sino sobre el suelo concreto que pisamos. Desde esa perspectiva, el territorio deja de ser un escenario para volverse protagonista: las calles, las plazas, los barrios, los ríos, el bosque, el cerro y las memorias colectivas forman parte de la educación tanto como los libros o las tecnologías.

El texto también plantea que no se puede hablar de territorio sin hablar de desigualdad. No todos los territorios son iguales, y no todos los cuerpos pueden moverse con la misma libertad dentro de ellos. La pedagogía del territorio, en ese sentido, no es una propuesta romántica, sino profundamente política. Invita a reconocer las heridas, los márgenes, los olvidos. A mirar de frente aquello que muchas veces se prefiere callar. 

Esa conciencia territorial abre la posibilidad de una educación más justa, que no niegue las diferencias, sino que las asuma como parte constitutiva de la experiencia. La escuela, entonces, se convierte en un lugar de encuentro entre mundos diversos, un espacio donde las voces se cruzan y las historias dialogan. En lugar de imponer una mirada homogénea, la pedagogía del territorio busca construir saberes con otros, no sobre otros.

Un término que se destaca entre muchos otros y no menos importantes es el de la escucha. Escuchar como gesto pedagógico, como modo de conocer el territorio. Escuchar las voces de los estudiantes, de las familias, de las comunidades; pero también escuchar lo que el propio territorio tiene para decirnos. No se trata solo de transmitir contenidos, sino de crear condiciones para que surjan nuevas formas de comprensión.

En sus páginas finales, la autora no ofrece recetas ni soluciones, sí propuestas y guías para ponerse a trabajar. Propone, una disposición: la de quien enseña con los pies en la tierra, con la mirada abierta y la palabra compartida. En un tiempo donde la educación corre el riesgo de desarraigarse —reducida a estadísticas, plataformas o indicadores—, esta pedagogía devuelve el sentido profundo del acto de enseñar: habitar el mundo junto a otros.

“Pedagogía del territorio”, no busca imponerse como doctrina, sino invitar a pensar. Su lectura deja una sensación de retorno: volver al aula, al patio, al barrio, con una mirada renovada. Nos recuerda que enseñar es una forma de estar en el mundo y que todo acto educativo, por pequeño que sea, deja huella en el suelo común que compartimos.

Quizás esa sea su mayor enseñanza: que el territorio no es solo el lugar donde se aprende, sino también el que nos enseña a ser. Leer este libro es, en definitiva, un ejercicio de pertenencia. Un llamado a volver a mirar, a escuchar, a reconocernos como parte de una misma trama. Porque solo desde ahí —desde el territorio que somos— puede nacer una educación verdaderamente transformadora.

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