Egresar no es solo terminar: lo que la escuela despide cuando termina el año

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Por Cristian López. 

Lic. en Comunicación, Profesor de Historia.

Los actos de fin de curso y de egreso condensan celebración y silencio. Entre aplausos, discursos y rituales repetidos, la escuela despide a quienes llegan al final del recorrido, mientras muchas trayectorias y desigualdades quedan fuera de escena. No todos los finales significan lo mismo para quienes egresan.

El acto protocolar, la entrega de diplomas o la colación es un momento que ocupa un lugar casi central en la vida de cada escuela. Para muchos es el anuncio de que el año está llegando a su fin, ordenando el calendario institucional y prometiendo una pausa merecida después de todo el esfuerzo demandado. Se preparan con tiempo, se ensayan, se organizan discursos, se acomodan sillas, se decoran salones, se prueba el sonido y la iluminación, algunos hasta organizan un brindis. Todo parece indicar que ahí está por ocurrir algo importante. Y, en efecto, lo es. Pero no siempre por las razones que se dicen en voz alta.

En esos actos conviven emociones diversas: orgullo, alivio, cansancio, expectativa, tristeza, pero por sobre todo felicidad. También conviven silencios. Se aplaude a quienes egresan, se celebra el final de una etapa, se sacan fotos que buscan guardar ese momento. Sin embargo, detrás de esa escena ordenada, hay preguntas que rara vez encuentran lugar en el micrófono.

Los actos de egreso suelen transmitir una idea clara: misión cumplida. La escuela hizo su trabajo lo mejor que pudo, los estudiantes llegaron hasta el final y el ciclo se cerró. Pero esa afirmación, que es repetida casi como un mantra, no siempre se resiste a una mirada más atenta, más contemplativa. Especialmente en la secundaria, egresar no es simplemente terminar. Para muchos estudiantes, es haber llegado como se pudo, atravesando interrupciones, ausencias, trabajos tempranos, responsabilidades familiares, dificultades económicas y emocionales que exceden largamente el ámbito del aula.

La parte más compleja de ese recorrido rara vez aparece nombrada. El ritual privilegia la versión prolija del trayecto: la que ordena, la que tranquiliza, la que permite cerrar sin incomodar demasiado. En el acto casi nunca se habla de las trayectorias fragmentadas o interrumpidas, de los intentos fallidos, de las vueltas, de quienes no lograron sostenerse hasta el final. Hay nombres que no se leen y sillas que quedan vacías, pero el protocolo sigue adelante como si nada de eso existiera. Y no, porque hace la mirada a un costado, simplemente porque la vida continúa y no se puede parar, el show debe continuar. 

La escena del egreso construye una imagen de igualdad que no siempre coincide con la experiencia real. Todos reciben el mismo diploma, todos son aplaudidos de la misma manera, pero no todos llegaron en las mismas condiciones ni con las mismas posibilidades. El acto, en ese sentido, funciona como una puesta en escena que disimula desigualdades profundas bajo una celebración compartida.

En primaria, el egreso suele vivirse como un pasaje más cuidado. Hay continuidad garantizada, hay acompañamiento familiar y escolar, hay una expectativa de futuro más o menos establecida. El acto celebra una transición. En la secundaria, en cambio, el egreso muchas veces marca un quiebre más abrupto. Para algunos estudiantes es el inicio de nuevos proyectos; para otros, el final de su vínculo más constante con una institución del Estado que, con límites y contradicciones, los sostuvo. Ese dato no es menor. 

En contextos de creciente fragilidad social, la escuela secundaria sigue siendo, para muchos jóvenes, uno de los pocos espacios de referencia, contención y reconocimiento. El acto de egreso, entonces, no solo despide estudiantes: también despide historias, vínculos y, en algunos casos, la última presencia estable de lo público en sus vidas.

Nada de esto implica negar el valor simbólico de los actos. Al contrario. Los rituales importan. Construyen memoria, identidad, pertenencia. Permiten cerrar etapas y compartir emociones colectivas. El problema aparece cuando el ritual se vacía de sentido, cuando se repite por inercia, cuando deja de dialogar con la realidad concreta de quienes participan.

En muchos actos de egreso, los discursos parecen escritos para no incomodar. Se habla de esfuerzo, de sueños, de futuro, de esperanza. Palabras que, dichas así, resultan indiscutibles. Pero también demasiado generales. El riesgo es que el acto se transforme en una escena amable que evita mirar de frente las condiciones reales en las que se produce ese egreso.

Como observador de la escuela, desde hace años, desde distintos lugares, no puedo dejar de notar esa tensión. Recuerdo mi propio egreso de la secundaria, a comienzos de los noventa, atravesado también por expectativas y dudas. No es una experiencia excepcional ni pretende serlo. Sirve apenas para confirmar que el egreso siempre fue una frontera incierta, aunque hoy esa incertidumbre sea mucho más visible y más desigual.

Quizás el desafío no sea eliminar los actos ni volverlos más grandilocuentes, no es lo que estoy planteando aquí. Tal vez se trate de repensarlos. De preguntarse qué escuela se muestra y cuál se oculta. Qué recorridos se celebran y cuáles se silencian. Qué idea de futuro se construye cuando se despide a quienes egresan sin nombrar las condiciones en las que ese egreso se produce.

Un acto de egreso podría ser, además de una celebración, un espacio de reconocimiento más honesto. Reconocer no solo el logro, sino también el camino. Reconocer que no todos los finales son felices, pero que todos los recorridos merecen ser pensados. Reconocer que llegar no siempre fue fácil y que, aun así, llegar importa, importa y mucho. 

Cuando el aplauso se apaga y las sillas se desordenan, la escuela queda frente a una pregunta que rara vez se formula en el acto mismo: ¿qué estamos despidiendo cuando despedimos a nuestros estudiantes? ¿una etapa cumplida o una responsabilidad que continúa por otros medios?

Egresar no es solo terminar. Es una frontera. Y como toda frontera, merece ser mirada con más atención, menos solemnidad y un poco más de verdad.

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