El oficio de enseñar: una tarea que siembra futuro. Por Cristian López

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«La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo.» Nelson Mandela.

Cada 11 de septiembre se conmemora en nuestro país el Día de la Maestra y el Maestro en homenaje a Domingo Faustino Sarmiento, considerado el “padre del aula”. Sin embargo, más allá de la efeméride, la fecha abre un espacio necesario para detenernos y reflexionar sobre el sentido profundo de la tarea docente en la sociedad actual, ser maestro o maestra nunca fue sencillo.

La docencia es una profesión atravesada por la responsabilidad, la paciencia y la vocación de servicio. Enseñar no consiste solo en transmitir contenidos, sino en acompañar procesos de crecimiento, despertar curiosidades y sembrar preguntas que, en muchos casos, germinarán años más tarde. El verdadero legado de un docente no siempre se mide en calificaciones, sino en las huellas invisibles que deja en la vida de sus estudiantes. Uno de los aportes más valiosos de las maestras y los maestros es el trabajo de alfabetización. En un mundo cada vez más atravesado por la información, el acceso a la lectura y la escritura constituye la llave de entrada a todos los demás saberes.

Aprender a leer no es solamente decodificar letras, sino descubrir un universo de significados, abrir puertas a la imaginación, a la ciencia, al arte y a la posibilidad de pensar críticamente. Alfabetizar es, en este sentido, un acto profundamente democrático: permite que cada niña y niño participe activamente de la vida social, que no quede relegado a la periferia del conocimiento ni de las oportunidades.

La figura de la maestra o del maestro, entonces, se vuelve indispensable en la construcción de la ciudadanía. Allí donde falta el acceso a la educación, crecen la desigualdad, la exclusión y la imposibilidad de proyectar un futuro colectivo más justo. En cambio, donde hay docentes comprometidos, hay también una comunidad que se fortalece, que sueña y que encuentra motivos para seguir adelante.

Es cierto que las condiciones de trabajo muchas veces no son las mejores: sueldos que no reconocen la magnitud de la tarea, aulas sobrecargadas, exigencias burocráticas que roban tiempo al contacto pedagógico. Y sin embargo, pese a esas dificultades, miles de docentes se levantan cada mañana, preparan sus clases, diseñan estrategias para motivar a estudiantes que llegan con distintas realidades y problemas, y sostienen el acto de enseñar como un compromiso cotidiano.

La docencia es, al mismo tiempo, un acto de resistencia y de esperanza. Resistencia frente a la tentación de la indiferencia, frente a la idea de que “da lo mismo enseñar o no enseñar”, frente a una cultura que a veces subestima el valor del conocimiento. Y esperanza porque en cada estudiante ven la posibilidad de un futuro distinto: un/a artista, un/a deportista, un/a trabajador/a, un médico/a, una ciudadanía capaz de transformar su entorno.

Por todo ello, reconocer el trabajo de las maestras y los maestros no debería limitarse a una fecha en el calendario. Implica asumir como sociedad que la educación es la herramienta más poderosa para el desarrollo, y que el aula es el lugar donde se juega gran parte de nuestro destino común.Ser maestro es creer en la palabra como semilla, en el aula como espacio de encuentro y en el futuro como tarea compartida.

A quienes dedican su vida a enseñar, les debemos gratitud, respeto y, sobre todo, la convicción de que su trabajo no es accesorio ni secundario: es el corazón mismo de cualquier proyecto de país.

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