
Por Cristian López.
Lic. en Comunicación, Profesor de Historia.
En muchos territorios, la escuela sostiene gran parte del entramado social. La falta de infraestructura urbana y comunitaria impacta directamente en los adolescentes. Cuando esos lazos se debilitan, el vacío lo ocupan otros actores que no siempre traen esperanza.
Sin embargo, clubes, comedores, centros culturales y plazas cumplen un rol que va mucho más allá del deporte, la comida, la lectura o las expresiones artísticas: Son espacios donde adolescentes y jóvenes construyen identidad, encuentran contención y desarrollan valores comunitarios. Reconocerlos como aliados estratégicos resulta clave para fortalecer el entramado social.
La falta de espacios de integración urbana y comunitaria es una realidad que golpea fuerte en muchas ciudades y pueblos de nuestro país. Donde no hay infraestructura básica, seguridad, escuelas, clubes, comedores o espacios culturales, crece un vacío que termina siendo ocupado por otras lógicas, muchas veces destructivas, como la violencia y la desesperanza. La carencia de redes comunitarias sostenidas profundiza la vulnerabilidad de los adolescentes, quienes buscan contención en contextos muchas veces atravesados por la exclusión, el consumo o la falta de oportunidades. Fortalecer los espacios de participación y pertenencia se vuelve entonces una necesidad urgente para recomponer el tejido social.
La integración social no es un lujo ni un adorno: es una necesidad vital. Un barrio con calles iluminadas, plazas cuidadas, centros culturales, clubes de barrio y comedores comunitarios es un barrio con oportunidades. En esos lugares los chicos encuentran pertenencia, los jóvenes un proyecto y los adultos un espacio de encuentro. Allí donde falta todo eso, se multiplican los riesgos de exclusión y marginalidad.
Durante mucho tiempo, los clubes, las bibliotecas populares, los centros culturales y hasta la plaza o el potrero, cumplieron un rol fundamental en la vida de los adolescentes y jóvenes. Eran espacios donde podían encontrarse, compartir, aprender, equivocarse y crecer acompañados.
Con el paso de los años, muchos de esos lugares se fueron deteriorando, otros quedaron relegados a la falta de inversión y algunos desaparecieron. La consecuencia es evidente: los adolescentes quedaron más expuestos a pasar sus días en la calle, en la soledad de una pantalla o, peor aún, bajo la influencia de quienes sí ofrecen un “espacio de pertenencia”, aunque sea desde la ilegalidad.
En este contexto, los clubes de barrio y los comedores comunitarios siguen siendo, a pesar de todo, pilares insustituibles. No son solo canchas o salones donde se juega al fútbol o se reparten raciones de comida: son lugares donde se transmiten valores, se aprende a compartir y se tejen lazos de solidaridad. Muchas veces, allí los adolescentes encuentran un “nosotros” frente al individualismo y un refugio frente a la calle. Que un chico pueda ir a entrenar dos veces por semana o sentarse en una mesa común a merendar no es un detalle: es una forma concreta de integración y de cuidado.
Hoy, los jóvenes encuentran contención en espacios que muchas veces no fueron pensados para cumplir tantas funciones: el comedor barrial que funciona gracias al esfuerzo de vecinos solidarios, la parroquia que abre sus puertas, o un pequeño taller cultural que resiste contra viento y marea. También la escuela, en particular en los barrios más vulnerables, se ha convertido en mucho más que un espacio educativo: es refugio, comedor, centro de actividades deportivas y culturales. Pero no alcanza. La escuela sola no puede cargar con toda la responsabilidad de sostener el entramado comunitario que se fue perdiendo.
Las escuelas de estética, los talleres de música, de danza, de muralismo, los clubes de barrio con sus canchas abiertas, son espacios que generan futuro. Ahí los adolescentes encuentran un lugar para expresarse, para ser reconocidos y para proyectar su identidad más allá del consumo y la violencia. Son lugares donde se aprende a trabajar en equipo, a respetar reglas, a valorar el esfuerzo. Donde se construye ciudadanía.
No alcanza con discursos de seguridad ni con medidas represivas. La verdadera seguridad empieza con la posibilidad de crecer en un entorno que ofrezca futuro. Mientras no se invierta en integración urbana y social, seguiremos viendo cómo se fortalecen las redes que se alimentan de la ausencia del Estado y del abandono.
El desafío es claro: necesitamos políticas públicas sostenidas que construyan ciudad, comunidad, esperanza. Invertir en escuelas, en cultura, en deporte, en clubes y comedores comunitarios no es un gasto: es la mejor inversión que puede hacer una sociedad que quiera salir del círculo vicioso de la violencia y la desigualdad.