Por Gustavo J Nahmías
Dr. en Ciencias Sociales.
Escritor – Ensayista.
Nadie imaginó hace dos años que un gobierno que había asumido con una exigua representación parlamentaria, que no contaba con un partido político nacional, que no conocía los resortes de la política, cuyo presidente inició la jura de su mandato de espaldas al Congreso Nacional, afirmando en su discurso que todo lo que prometía al pueblo era ajuste y motosierra para contener la inflación, hubiese acumulado tantos diagnósticos fallidos sobre el futuro de los dos hermanos.
Hace dos años que esta administración sigue su carta de navegación en una marea de especulaciones políticas y avanza frente a una oposición que no tiene rumbo, que no entusiasma y que mantiene una interna permanente entre sectores de un mismo espacio, mientras el gobierno lleva adelante uno de sus principales objetivos: el sistemático desmantelamiento del Estado, en consonancia con la descomposición del concepto de comunidad. Esto es lo que, en sus discursos, el presidente denomina: la batalla cultural: una tarea fundante, que aspira a cementar las nuevas «bases» de la Argentina y de una subjetividad política.
Para el gobierno de La Libertad Avanza, el Estado ya no es expresión de ineficiencia por incapacidad de administración, sino tal como el mismo presidente afirma: «el Estado es una organización criminal». En una entrevista con un medio de prensa extranjero, el propio Milei fue todavía más brutal. «Amo ser el topo del Estado. Yo soy el que destruye al Estado desde adentro», se jactó; y en otra concluyó: «el Estado es el pedófilo en el jardín de infantes con los nenes encadenados y bañados en vaselina. Y los políticos son los que ejecutan el Estado. Entonces, nuestros verdaderos enemigos son los políticos».
El desprecio de Milei por el Estado, es el mismo desprecio que siente por la política y eso es lo que viene a deponer. Solo considera la funcionalidad del Estado por ese atributo indelegable, por el cual ejerce el monopolio legítimo de la coacción física.
En nuestro país, la formación del Estado estuvo históricamente ligada a la nación y su constitución fue consecuencia de guerras internas, conflictos y tensiones (unitarios y federales; Buenos Aires y las Provincias).
El Estado- Nación configuró la organización nacional de finales de siglo XIX que se propuso como modo de ordenamiento político-administrativo en un territorio determinado, con instituciones encargadas de los asuntos públicos. Por ello, tener entre los principales objetivos la «destrucción del Estado», atenta contra la idea de unidad nacional y proyecta la descomposición del concepto de Nación.
Esto ya comenzó a manifestarse a partir de la primacía de la territorialidad, como criterio de identidad política. El territorio provincial emerge como localización de lo político. Cada provincia antepone su interés por sobre cualquier inscripción nacional, ya sea como marca local electoral y/o de pertenencia de los recursos naturales que posee.
Otra muestra del estado de descomposición de la unidad nacional, vinculado a la primacía territorial de los intereses de los estados provinciales, puede vislumbrarse en la afinidad regional. Se tratarían de bloques de integración subnacionales como el Parlamento Patagónico (Tierra del Fuego, Santa Cruz, Chubut, Río Negro, La Pampa, Neuquén), la región del Centro (Entre Ríos, Santa Fe y Córdoba), la región del Norte Grande (Santiago del Estero, Catamarca, Formosa, La Rioja, Misiones, Chaco, Corrientes, Salta).
Todos estos agrupamientos comienzan a perfilarse en función de intereses locales por sobre el interés nacional. Es interesante observar que ninguno de los partidos tradicionales tuvo una representación nacional. Lo paradójico es que la única fuerza que se presentó a nivel nacional haya sido la Libertad Avanza, que en su inicio no contaba con un partido político de alcance nacional.
Este proceso de desmembramiento habilita la pregunta: ¿Los argentinos estaremos encaminándonos hacia un Estado confederal? Por lo pronto, podemos decir que los argentinos estamos inmersos en el juego del Antón Pirulero, donde cada provincia, atiende su juego.
Comunidad o Individuo
El otro aspecto a considerar que forma parte del proyecto político que hoy gobierna la Argentina, se apoya en el principio rector de la supremacía del individuo por sobre la idea de comunidad. Esto trae aparejado consecuencias profundas en la vida cotidiana y en el funcionamiento de nuestras instituciones.
Cuando se afirma que «no existe la sociedad», o que «solo existen los individuos e intereses», se está afirmando lo individual por sobre lo comunitario, el egoísmo por sobre la cooperación y la solidaridad, el reconocimiento del otro como parte de una vida en común.
Este individualismo destruye instituciones y valoriza un modelo que reduce todo a la voluntad personal en que las instituciones pierden su legitimidad:
- La ley deja de ser un pacto común y pasa a ser un límite molesto.
- El Estado se convierte en un obstáculo, no en una herramienta.
- La política aparece como un teatro inútil, no como la gestión de los asuntos comunes.
Ese individualismo radical desarma lo que la Argentina logró sostener incluso en momentos de crisis: la idea de que hay bienes públicos cuya existencia depende del compromiso de todos.
Y cuando la comunidad se debilita, las instituciones que la sostienen se resquebrajan. La escuela es una víctima central de este concepto. Es la institución por excelencia donde lo común se hace visible. No se educa a individuos aislados, sino que forma ciudadanía, transmite valores compartidos, enseña la convivencia, el respeto, el trabajo con otros, la responsabilidad colectiva.
La escuela es el único lugar donde niños y niñas de orígenes distintos se sientan en una misma mesa, aprenden y construyen juntos la base de una sociedad democrática.
Cuando la comunidad se rompe, la escuela se convierte en un blanco fácil:
- Se la desfinancia porque «cada uno debe pagar su propio servicio».
- Se la desprecia porque «el mérito es individual, no colectivo».
- Se la desautoriza porque «la autoridad del docente es un límite a la libertad personal».
- Se reducen sus contenidos porque «la cultura común no interesa: que cada uno aprenda lo que pueda o según lo que pueda pagar».
Ese modelo educativo fragmentado, privatizado y sin horizonte común, no forma ciudadanos: produce consumidores aislados, incapaces de construir proyectos colectivos.
Frente a este escenario, reivindicar la comunidad no es un gesto romántico: es una decisión política y cultural necesaria para sostener la vida democrática.
La comunidad no es contraria a la idea de libertad. Es su condición de posibilidad.
Nadie es plenamente libre en una sociedad fracturada, sin instituciones estables, sin un Estado que garantice derechos básicos y sin espacios comunes donde se aprenda a convivir.
La escuela, es un espacio de formación de ciudadanía, el lugar donde se aprende a escuchar, a compartir, a reconocer al otro como parte del mismo destino.
Cuando el discurso del individualismo extremo se convierte en política pública, el resultado es previsible: más desigualdad, menos cohesión, menos futuro común.
Un país donde cada uno atiende su juego —como en la metáfora del Antón Pirulero.
Por eso, es urgente recuperar la idea de nación y comunidad, para reconstruir la educación, para fortalecer las instituciones y para que la Argentina vuelva a ser un país posible.