
Cada vez que se hace referencia a la innovación educativa se supone que debe efectuarse gracias a múltiples y trascendentales cambios, como si se tratara de una revolución de gran magnitud. Se estiman la reestructuración de las aulas, de los contenidos y de las metodologías, sin descuidar el equipamiento tecnológico y nuevas formas de agrupamiento de asignaturas y de estudiantes. Nadie podría negar que sería muy importante que todo eso ocurriera a la brevedad, admitiendo que los resultados serían visibles dentro de unos cuantos años. Esta situación, cercana al ideal aunque apenas es un esbozo, exige decisiones políticas consensuadas, presupuesto y acompañamiento de la comunidad. En consecuencia, nada que pueda elaborarse en las aulas cada día, ¿no es cierto? De esta forma, aunque se espere con ansias e incluso se participe en gabinetes, cooperadoras y ateneos para lograr una nueva educación, se tendría la certeza de que hasta que no suceda tampoco hay mucho por hacer, una batalla cultural no puede hacerse de forma solitaria. Sin embargo, cabría interrogarse si no hay formas de “hacer algo” mientras tanto. Es decir, reconociendo que excede ampliamente al docente las acciones que amerita reinventar el sistema educativo establecido hace mucho tiempo, quedan dos opciones: la espera pasiva o la incitación comprometida. Respecto a la primera, hay poco que agregar. Aunque debe asumirse con el riesgo que supone el acostumbramiento al contexto cotidiano. La alternativa es menos complaciente, pero más atractiva. Se trata de incluir pequeños cambios en la dinámica del aula para favorecer la aparición de situaciones disruptivas, que sirvan para advertir que la rutina puede ser diferente y que el aprendizaje no tiene solo una forma de desplegarse.
“Preguntarle a tres compañeros antes que a la docente” parece una frase hecha, casi inocente, como aquellas que solían traer los viejos almanaques. Aunque si la llevamos al aula quizás comprobemos su valor. Incluso nos ayuda a reflexionar acerca de las direcciones que suele llevar la comunicación durante las clases. ¿O acaso el docente no espera que sus alumnos le hagan preguntas? No es, por cierto, una muestra de interés, atención y deseo de aprender. ¿Quién no se sentiría satisfecho luego de una larga sucesión de consultas? No es arriesgado señalar que es la forma consagrada que tiene una profesora de evidenciar que su planificación ha sido correcta y que sabe cómo entusiasmar al grupo. ¿Y entonces la frase no es contradictoria? Allí radica su poder, porque con un ejercicio que no requiere presupuesto ni capacitaciones específicas es factible que se legitime el diálogo horizontal entre estudiantes. Si se les habilita a reconocer a sus pares como sujetos constructores de conocimiento, liberando al docente de fatigante y siempre impostado rol del saber supremo y completo, la autonomía dejará de ser un mero objetivo en los documentos institucionales. ¿Cuántos debates se generarían por ese simple hecho? ¿Eso implica que el docente sea un espectador? No, en absoluto. Tiene la responsabilidad de acompañar, asesorar y mediar para que prosperen los intercambios en pos de ahondar en las temáticas propuestas. Nadie puede cambiar la escuela en soledad, pero si no lo intentamos cambiará sin nosotros.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social