
La inteligencia artificial todavía no es un asunto urgente para la educación. Dado que no está esclarecido cuál sería el beneficio de emplearla, más allá de las insistentes promesas del mercado. Hay una tendencia a incorporar los últimos avances en busca de soluciones que no suelen estar ligadas a la tecnología. No se trata de renegar de las nuevas posibilidades, sino más bien de tener bien definido para qué sirven y cómo mejorarían los procesos de enseñanza y aprendizaje, ya que si sólo contamos con especulaciones o con experiencias muy puntuales, no dispondremos de las evidencias necesarias para avanzar en su implementación. Se comprende que conforman un logro sustancial para la historia de la humanidad y que, muy probablemente, tenga un impacto enorme en todas las áreas de la sociedad. Sin embargo, bien podríamos seguir de cerca su evolución, sus diferentes desarrollos y los debates en torno a las disputas legales, éticas y de propiedad que se suscitan en los países que tienen mayores posibilidades de usarla diariamente. Correr tras las novedades no nos ayuda a innovar, sólo nos hace consumistas. La aplicación que saldrá mañana no necesariamente es mejor a la que usamos hace un año. La prioridad no debe alojarse en los objetos, sino en la relación que se trama con los sujetos y con los contenidos. A veces es necesario recuperar la tríada didáctica, con tanto artefacto y tantas profecías, es sencillo perder el sentido de nuestras propuestas.
La multiplicación de cursos y lecturas que ofrecen soluciones para las y los docentes que anhelan aprovecharlas para sus clases también debería preocuparnos: ¿cuántas investigaciones han realizado esos sujetos para estar en condiciones de esclarecernos con tanta certeza? A veces pareciera que han podido viajar al futuro y vuelven para darnos una ayuda con la incertidumbre que nos acecha. ¿O acaso el tiempo transcurrido desde los primeros ensayos hasta la actualidad son suficientes para que ya existan capacitaciones? Quizás, sólo sean instancias para indagar en la herramienta y no para reflexionar sobre cómo colocarlas dentro de una planificación, asegurando el sentido pedagógico, es decir su pertinencia. Creo que hace falta más tiempo que formulaciones con poco sustento teórico-práctico. No creo que tenga nada de malo aceptar que aún no sabemos para qué nos servirá, cuándo la comenzaremos a utilizar y qué cambiará en la educación gracias a ella. Asumir la incertidumbre nos aliviará más que adoptar una profecía hecha a medida del cliente. La inteligencia artificial deberá evaluarse con calma, criticidad y exhaustivo celo pedagógico, luego (y sólo luego) de superar ese examen debería buscar su lugar en los documentos curriculares. Hasta entonces, será mejor no obligarnos a adoptarla. La opción por la tecnología nunca decanta en la educación; antes fueron las TIC, ahora la inteligencia artificial. Hagamos que la experiencia nos sirva.
Es preferible deconstruirnos en las carencias (no sabemos todo ni tenemos todas las respuestas) que impostar certidumbres que ni siquiera han sido probadas por quien la impulsó.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social