Por Cristian López.
Lic. en Comunicación, Profesor de Historia.
El 3 de diciembre de este año que va llegando a su fin, en la provincia de Buenos Aires se realizó la última Jornada Institucional, no fue un trámite administrativo, los docentes de secundaria volvieron a hacer lo que mejor saben hacer: pensar la escuela desde adentro, aunque a veces se les pida que la expliquen desde afuera. Fue un día para revisar lo que se enseña, un espacio clave para pensar colectivamente; qué significa enseñar hoy en la escuela secundaria bonaerense. En un sistema educativo que cambia más lento que la realidad, detenerse a revisar contenidos es, quizá, uno de los pocos actos verdaderamente transformadores que aún dependen de los docentes. Mientras el gobierno discute cambios desde escritorios lejanos, en las escuelas de la provincia se sigue pensando cómo sostener derechos, cómo enseñar con sentido y cómo defender una educación pública que se quiere transformar sin escucharlos.
Esta jornada institucional expuso algo que muchas veces se oculta bajo la rutina escolar: la educación pública solo puede transformarse si escucha a quienes la sostienen. En un tiempo donde abundan diagnósticos externos y urgencias estructurales, esta jornada le devolvió la palabra a los y las docentes, les recordó que actualizar contenidos también es pensar el país que se queremos.
La jornada llegó en un momento particularmente intenso de la vida escolar. No solo porque diciembre siempre acumula cansancio, período de intensificación, carpetas a medio cerrar y pasillos silenciosos que ya anuncian vacaciones; también porque venimos de un año donde la educación pública fue interpelada desde múltiples frentes, algunos legítimos y otros apresurados, y donde los docentes volvieron a sentir que la escuela se discute sin la escuela.
En ese clima, la provincia de Buenos Aires convocó a través de las Jefaturas Distritales a revisar los diseños curriculares de la secundaria. La propuesta parecía sencilla: pensar qué debe enseñar hoy la escuela. Pero cualquiera que haya participado sabe que esto no es un ejercicio técnico. Discutir contenidos es discutir sentidos, y discutir sentidos es disputar futuro.
Como docente de secundaria, valoro profundamente que la jornada haya recuperado algo que en la vorágine escolar se pierde: la posibilidad de conversar sin apuro, de escuchar experiencias de otras escuelas, de reconocer problemas compartidos y desafíos que nos desbordan.
Las reuniones por áreas no fueron mesas de trámite. Fueron, en muchos casos, espacios de sinceramiento.
Surgieron en muchos casos preguntas incómodas, pero siempre necesarias:
¿Qué condiciones reales tenemos para enseñar lo que se espera que enseñemos?
¿Cómo se actualiza un diseño curricular sin hablar de inversión, sin generar horas de formación, sin contar con los recursos mínimos necesarios?
¿Cómo construir una escuela que responda a las nuevas demandas sociales si se siguen resolviendo urgencias básicas todos los días?
Las tensiones no son nuevas, pero se sienten con más fuerza. La desigualdad atraviesa la escuela secundaria bonaerense como una herida abierta.
Hay aulas con estudiantes que tienen todo, y otras donde falta casi todo.
Hay escuelas donde el proyecto pedagógico florece, y otras donde cuesta sostener lo elemental.
Esa brecha se cuela en cada discusión curricular, porque ningún contenido se enseña en abstracto: se enseña en un territorio, con cuerpos, con realidades diversas, con historias que condicionan cualquier planificación.
Sin embargo, la jornada también dejó ver lo mejor de nuestro trabajo:
la lucidez, la creatividad y la capacidad de sostener lo que parece insostenible.
Escuchar a colegas debatir sobre qué vale la pena enseñar fue un recordatorio de que, más allá de las dificultades, la escuela pública permanece porque hay docentes que insisten.
Insisten en repensar, en revisar, en ajustar, en hacer los cambios necesarios, en volver a intentar, incluso insisten cuando las condiciones no son las ideales. Insisten porque saben que detrás de cada contenido que se decide, hay un estudiante que va a recibirlo como posibilidad o como límite.
Por eso, más allá del diagnóstico crítico, esta jornada tuvo algo que vale la pena destacar: nos devolvió la palabra en un sistema que muchas veces nos pide responder sin preguntar. Nos permitió recuperar el sentido de nuestro oficio, ese que no se resume en programas, indicadores ni planillas, sino en la pregunta por lo que forma, acompaña y transforma.
Y entonces, al llegar el final del encuentro, cuando las mesas se desarmaron y volvimos a nuestras escuelas con la cabeza llena de ideas, quedó flotando algo difícil de poner en palabras: una especie de intuición compartida.
La intuición de que la escuela pública bonaerense es frágil pero obstinada.
Que tiene heridas, pero tiene memoria, que está cansada, pero respira.
Y que cada vez que nos sentamos a pensar qué enseñar, aunque sea por unas horas, estamos escribiendo un capítulo más de su persistencia.
Quizás el cierre más honesto sea este:
las jornadas pasan, los documentos cambian, las agendas políticas se renuevan.
Pero la escuela, esa escuela que enseñamos, defendemos y habitamos sigue siendo un lugar donde todavía se puede apostar a la palabra, al encuentro y al futuro.
Y mientras exista ese futuro, aunque sea pequeño, aunque sea incierto, vamos a seguir entrando a las aulas con la misma convicción silenciosa:
que enseñar, en este país y en esta provincia, sigue siendo un acto de esperanza.