Ley 15.556: un Estado que aprende para incluir

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Por Cristian López. 

Lic. en Comunicación, Profesor de Historia.

Promulgada en junio de 2024 y con entrada en vigencia prevista para junio de 2026, la Ley 15.556 obliga a todas las trabajadoras y trabajadores del Estado bonaerense a capacitarse en discapacidad y neurodiversidad. La medida promete una transformación cultural profunda en las instituciones públicas especialmente las educativas, que durante años sostuvieron la inclusión sobre el esfuerzo aislado y no sobre una política común.

Hay leyes que nacen en silencio, casi como trámites administrativos, y otras que buscan dejar huella. Dentro del abrumador calendario legislativo, la Ley 15.556 se destaca no por su brevedad ni por su complejidad técnica, sino por la potencia de su mensaje: el Estado debe formarse para dejar de reproducir prácticas discriminatorias sostenidas durante décadas.

En tiempos políticos marcados por la polarización, la unanimidad con la que fue aprobada en la Legislatura bonaerense sorprende. No porque la inclusión sea una idea nueva, sino porque admitir que para incluir hay que aprender implica reconocer un vacío histórico: hemos convivido con la diversidad, pero no hemos aprendido a entenderla. Y mucho menos a garantizársela a quienes dependen del Estado para acceder a derechos básicos.

Un cambio que empieza por el Estado

El espíritu de la Ley 15.556 es claro: todas las personas que trabajan en los tres poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial deberán capacitarse de manera obligatoria y permanente en discapacidad, neurodiversidad y diversidades cognitivas. Esto significa que la torsión institucional que propone no se limita a las aulas: se extiende a hospitales, centros de salud, oficinas administrativas, dependencias municipales, juzgados, comisarías, ministerios y organismos descentralizados.

Su entrada en vigencia está prevista para junio de 2026, 180 días después de la promulgación oficial. Ese período de transición es necesario para elaborar los contenidos, formar equipos especializados, establecer protocolos y generar dispositivos de evaluación. Las políticas importantes requieren tiempo; las urgentes, también.

Lejos de tratarse de una mera capacitación, la ley pretende instalar un paradigma: pasar del modelo médico de la discapacidad -aún presente en muchos imaginarios estatales- al modelo social, que entiende que no es la persona la que “falla” sino el entorno que le impone barreras.

Esta perspectiva es transformadora porque desplaza la responsabilidad. La saca de la individualidad y la deposita donde siempre debió estar: en la estructura institucional.

Para quienes trabajamos en educación, la ley abre una conversación que hace años necesitamos dar. 

En las escuelas, la diversidad se expresa con toda su intensidad: neurodivergencias, discapacidades visibles e invisibles, trayectorias interrumpidas, ritmos distintos, necesidades singulares. 

Y, sin embargo, las respuestas institucionales no siempre acompañan esa complejidad.

Durante mucho tiempo, la inclusión quedó en manos de algunas docentes sensibles, de maestras integradoras que iban apagando incendios, de equipos de orientación desbordados o de familias que recorrían pasillos, oficinas y ventanillas pidiendo que sus hijos fueran vistos, escuchados, considerados.
Es decir: la inclusión dependió más de voluntades que de políticas.

La Ley 15.556 viene a correr ese eje. Obliga a que todos dentro del sistema educativo compartan un marco común de formación, reflexionen sobre sus prácticas y revisen hábitos que la institución escolar ha naturalizado durante décadas: exigir un único modo de aprender, un único modo de comunicarse, un único modo de comportarse.

“Lo que no se nombra, no existe”, decimos muchas veces en educación.
Esta ley nombra. Pone palabras sobre lo que durante años se escondió bajo frases como “no está preparado”, “no se adapta”, “no da para más”, “no entiende las consignas”, “es muy inquieto”, “es muy lento”, “es un caso”.

Al reconocer la neurodiversidad como parte de la condición humana y no como excepción, la norma obliga a cambiar la pregunta: en lugar de “¿por qué este estudiante no se adapta?”, invita a pensar “¿qué barreras está levantando la escuela para que este estudiante no pueda participar como los demás?”.

La capacitación como herramienta, no como trámite

La obligatoriedad es uno de los grandes puntos fuertes de la ley. Así el Estado reconoce que sin formación sistemática no habrá cambios reales. Sin embargo, este es también su mayor desafío: que la capacitación no se convierta en un curso rápido, descontextualizado o meramente administrativo.

Transforma prácticas lo que incomoda, lo que invita a pensar, lo que exige revisar lo que hacemos, lo que nos mueve de lugar.

La ley tiene una ventana de oportunidad: si los contenidos son sólidos, si intervienen especialistas, si se incluyen testimonios y experiencias de personas con discapacidad y de familias, si se promueve la reflexión institucional y no sólo individual, entonces sí podrá producir el cambio que promete.

La dimensión política y cultural de la norma

La Ley 15.556 no surge en el vacío. Forma parte de un movimiento global que reconoce la neurodiversidad como una dimensión más de la experiencia humana. Pero en Argentina tiene un peso especial: llega en un contexto de retrocesos, ajustes, discursos que minimizan los derechos y un clima público donde la empatía parece a veces un bien escaso.

Por eso, su sanción unánime puede leerse también como una señal política: 

hay temas que no deberían estar sujetos al péndulo ideológico.
La inclusión no es de izquierda ni de derecha. Es un compromiso con la dignidad humana.

La ley, además, reconoce un punto central: la transformación cultural del Estado no puede quedar sujeta al azar. Necesita políticas de largo plazo. Necesita continuidad. Necesita memoria institucional. Y, sobre todo, necesita reconocer que las personas con discapacidad y las personas neurodivergentes no son “usuarios ocasionales del Estado”: son ciudadanos con derechos.

La Ley 15.556 no es una meta: es un inicio. No resuelve por sí misma las inequidades, no elimina las barreras edilicias, no borra los prejuicios con la firma de un expediente. 

Pero sí: esta ley abre una puerta que durante mucho tiempo permaneció cerrada. Traza un horizonte distinto y, sobre todo, posible. Dice con claridad que la inclusión no es un favor ni una sensibilidad personal, sino una responsabilidad colectiva. Afirma que el Estado no puede improvisar: debe formarse, y esa formación no es un gesto amable sino una obligación ética y política.

Si su implementación es seria, la norma puede transformar la manera en que enseñamos, atendemos, acompañamos y decidimos. Puede hacer que la escuela deje de expulsar a quienes no encajan en sus moldes, que los hospitales sean espacios de acceso real y no de obstáculos invisibles, que las oficinas públicas reciban sin intimidar ni excluir. En definitiva, puede ayudarnos a construir una sociedad en la que nadie tenga que justificarse para estar.
Una sociedad donde la diversidad no sea explicada, sino reconocida.

Porque un Estado que aprende se modifica. Y un Estado que se modifica, finalmente, es un Estado que garantiza derechos y cuida a su gente.

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