La opinión de la sociedad sobre los docentes es muy conocida, porque los medios – al menos una vez al año – suelen tratar ese tema, fundamentalmente cuando los resultados en algunos certámenes no son favorables. O cuando los paros se hacen frecuentes. Sin embargo, sucede lo contrario respecto de la valoración que hacen los docentes sobre su actividad. Por supuesto que no se propone como un asunto público, pero nos permite comprender que no es relevante ni siquiera para quienes se interesan por los asuntos educativos.
¿Qué representación tienen los docentes sobre su labor? Si nos quedamos por las condiciones materiales en las que desarrollamos la tarea cotidiana, es muy probable que no sea auspiciosa. La falta de recursos, muebles adecuados y condiciones mínimas no ayudan a predisponer a nadie, ¿no es cierto? Tampoco los sueldos ni la estabilidad laboral ofrecen condiciones menos desfavorables. Es cierto que no es un mal que afecta a grandes sectores de la sociedad, pero dejar de mencionarlo puede llevarnos al error de naturalizarlo. Por lo tanto, en términos objetivos la situación dista mucho de ser aceptable.
Podemos acordar, dando por sentado que los halagos y reconocimientos sólo quedan para el día del maestro o para cuando se jubilan, que es muy complicado estimar la propia labor cuando la rutina está signada por la precariedad y el desinterés. De alguna forma, se espera que el docente sea capaz de sobreponerse a todas las adversidades e ingrese a la escuela feliz, optimista y munido de ideas para compartir. No deja de resultar una maliciosa comodidad, se establece un pacto que supone que aún en los magros contextos se deberá cumplir con los objetivos, de lo contrario, será que el docente carece de vocación y sólo está allí porque quiere recibir un sueldo. Doble engaño que vuelve sobre el sujeto la responsabilidad de un orden económico injusto.
Los docentes padecen las interpretaciones negativas sobre su desempeño, ¿o alguien podría creer en sí mismo contrariando al grueso de la sociedad cada día? La trampa de la vocación es peligrosa, porque nos envuelve en prejuicios y limitaciones que no permiten juzgar las realidades que afronta un docente sin que eso no caiga sobre sus hombros. Además, es preciso destacarlo, no funciona con otras profesiones. Nadie le reclama a un contador que el balance lo haga mejor o que las cuentas sean favorables para demostrar que tiene vocación. Parece que sólo los docentes deben velar por ella, ¿alguien sabe el motivo?
La construcción se sentido que cada docente elabora sobre su desempeño no puede estar exento de las incidencias sociales, culturales y económicas que caen sobre sus ilusiones. Construir el futuro con carencias, violencia y desesperanza no deja inmune ningún sentimiento, ninguna palabra. ¿Cuánto amor hace falta para no claudicar? Algo semejante les ocurre a los estudiantes. Por eso la escuela es un espejo de nuestras debilidades, pero también de la esperanza que aún nos queda.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social