
La bibliografía en educación superior suele tener una particularidad: hay pocos textos producidos por autores ignotos. Es cierto que ciertas lecturas son importantes y que los campos de conocimiento suelen acordar, aunque de forma tácita, cuáles deben considerarse relevantes en un momento dado. Sin embargo, es muy poco frecuente que un programa incluya artículos elaborados por profesores que no hayan obtenido el reconocimiento para convertirse en voces autorizadas.
Los docentes no leemos a nuestros colegas, excepto que sean famosos. El peso de los apellidos importantes acaba aplastando a quienes carecen de los favores de la academia. O acaso no han sentido la desazón que embarga a los esforzados tesistas que elaboran con perseverancia, esfuerzo y compromiso intelectual sus investigaciones sabiendo, con resignación, que nadie los leerá.
¿A qué responde esa indiferencia? Será que nos falta el coraje para equiparar una figura internacional con una profesora que posee igual rigor y trayectoria, pero que no vende miles de libros. Por supuesto que no se propone desconocer los sustanciales aportes que pueden realizar (y de hecho la hacen) quienes han logrado un vasto reconocimiento, sin embargo la falta de una práctica de estudio sobre la propia producción, es sin dudas, no sólo una decisión que impacta negativamente en el entusiasmo que una producción académica pueda generar en un sujeto o en un equipo de investigación, sino también permite intuir cuál es la valoración que se hace sobre la propia capacidad para producir conocimiento válido.
¿Cuántos posgrados incluyen en los seminarios producciones de sus graduados? En los profesorados es todavía peor la situación: ni siquiera los textos sobre la práctica recurren a materiales autóctonos. Estamos tan acostumbrados a esa desautorización, que ni siquiera constituye un reclamo ni de los graduados ni de los centros de estudiantes. Incluso las universidades, a pesar de los repositorios y de las editoriales que esforzadamente tratan de cumplir con su labor, han logrado revertir ese hábito.
Hay, por lo tanto, dos dimensiones a considerar: la principal, aquella que se exhibe en los documentos institucionales para demostrar solvencia científica y que permite desplegar el conocimiento. De alguna forma, es una suerte de presentación en sociedad. Y la restante, que es apenas subsidiaria, que debe limitarse a articular la teoría con la práctica, para intervenir en territorio o para cualquier tipo de desempeño profesional. Los roles, de esa manera, quedan bien diferenciados: hay quienes teorizan y quienes sólo escriben apuntes, resúmenes o simples monografías. Es cierto que se las denomina de otra forma, pero se las considera de ese modo.
Quizás por eso no pueden formar parte del acervo de una asignatura. Son escritos menores, meras huellas de lectura de un principiante, apenas interpretaciones en proceso y por lo tanto, incompletas. Insuficientes. Imposibilitadas para suscitar una reflexión, profunda, situada y pertinente. Nada mejor para comprender nuestras situaciones en contexto que leer alemanes, franceses, rusos y españoles, ¿no es cierto? Me pregunto si en las universidades europeas estudiarán con nuestras producciones.
Si nosotros no estimamos el conocimiento que somos capaces de construir, aumentamos nuestra ignorancia. Y reducimos el porvenir.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social