
¿Conocen a muchos adolescentes que quieran estudiar? ¿Y a jóvenes? No me refiero a que anhelen concluir su carrera o aprobar determinada prueba. ¿Y los niños? ¿Y los adultos? Estamos atravesando una evidente etapa de extinción (¿acaso definitiva?) del deseo de saber sin otro fin que el goce que proporciona. La exacerbación de la importancia de las fiestas de fin de curso, que incluyen hasta el nivel inicial, exige una reflexión en torno a la experiencia del estudio y al modo en que la estima la sociedad. Aclaro que no estoy en contra de la alegría que despierta la concreción de objetivos, el cierre de etapas y el avance en los niveles formativos institucionales. Sin embargo, cuando las manifestaciones de algarabía llegan a poseer el tamaño de una fiesta popular que ocupa la calle, emplea fuegos artificiales, bombos, disfraces, carteles y cuentan con una duración que obliga a los vecinos a madrugar por los ruidos (sin contar la suciedad que queda en la vía pública como resultado de la celebración), se vuelve necesario abrir algunos interrogantes: ¿tanta felicidad produce dejar de ir a la escuela? ¿Todas las luchas sociales que fueron necesarias para construir un sistema público de educación merecen ese trato? ¿No debería preocuparnos que la juventud se apasione celebrando que ya no tendrá que aprender algo todos los días?
La organización de los eventos supone la participación de los adultos, ya que no sólo en muchos casos son quienes trasladan el “cotillón” sino que además colaboran con los maquillajes y demás aprontes indispensables para que la fiesta no se arruine. El último primer día de clase, es acaso el mejor ejemplo. Si además consideramos que un porcentaje importante concluye allí su relación con las instituciones educativas, podemos comprender que más que un festejo debería ser lo contrario. Por cierto la participación de padres y madres también refuerzan estas nociones que no pueden ser adjudicadas a los adolescentes y jóvenes de forma exclusiva. ¿O acaso sin su implicación podrían llevarlo adelante? Y no se trata solamente de la logística y de los fondos para atender las necesidades inherentes al espectáculo, sino de algo previo que conforma la condición de posibilidad de esos actos: la connivencia. Acuerdan, tal vez por la comodidad que supone desempeñarse como amigos y no como padres, asistirlos bajo el pretexto de que se lo merecen y que es un derecho. No vamos a ingresar en la disputa en relación a los derechos de los vecinos a descansar y al que los asiste al resto de los alumnos a continuar con sus clases sin ruidos, bien sabemos que la interpretación burguesa de los derechos tiende a considerarlos su propiedad.
La dificultad por lo tanto ofrece una tensión compleja: si nos manifestamos en contra, somos fascistas que odiamos a la juventud y a su legítima alegría pero la falta de intervención le otorga mayor legitimidad.

Una vez superadas las consecuencias más urgentes de la pandemia, será momento de dialogar al respecto. De lo contrario, resulta poco probable que así podamos suscitar el interés genuino por aprender.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social