
Una de las primeras preocupaciones que emergieron con la interrupción de las clases presenciales fue la evaluación. El modo en que iban a ser examinados los estudiantes – principalmente del nivel secundario – constituyó un asunto que suscitó mucha preocupación. A pesar de que muchos docentes carecían de la experiencia mínima para implementar una propuesta formativa en línea, no estaban inquietos por esa carencia, ni tampoco por las posibilidades comunicativas que establecían las nuevas condiciones de emergencia.
El asunto era (y en alguna medida aún es) cómo garantizar que el examen, prueba o trabajo práctico sea resuelto de forma honesta por cada alumno. Es decir, de qué forma se podían establecer garantías que impidieran que pudieran adulterarlos, copiarse, o incluso que no sean ellos quienes los resolvieran. Si la institución contaba con una plataforma, se buscaron tutoriales para hacer cuestionarios, si no disponían, se optó por las lecciones en los encuentros sincrónicos o todo tipo de tareas individuales. La confusión entre enseñar y evaluar no es nueva, es cierto. Pero la pandemia la reformuló con tanto ahínco que las clases parecían meros insumos de las futuras actividades prácticas.
La búsqueda de calificaciones fehacientes, abundantes y precisas dejo en suspenso la dimensión humana del proceso formativo. Las dispares condiciones de conexión de cada sujeto, sus realidades familiares, edilicias y económicas quedaron, en general, fuera de los elementos a considerar. Y en consecuencia, quienes no poseían más de un celular para toda la familia debió responder como quienes gozaban de un equipo propio y una conexión ininterrumpida. La diferencia entre igualdad y equidad sigue teniendo vigencia, pero es curioso que la escuela sea partícipe de esa confusión. La prioridad estadística ocupó el lugar de los intereses marcados por la empatía.

Qué diferente habría sido el recorrido si en vez de alterarse para conseguir la consigna que imposibilite el plagio, se hubiesen extremado los esfuerzos por acompañar. Fueron pocas las personas que recuperaron la dimensión emocional, de escucha, de atención genuina. Y no sólo es un lamento que podría consignarse en el listado de las oportunidades perdidas para ayudarnos a ser mejores personas, (¿acaso la escuela renunció a ese anhelo?), también es preciso recalcar que se malogró una alternativa para articular la necesidad de la información numérica que sintetice el desempeño con el sustento humano. ¿No habría sido el acompañamiento una forma para ahondar la evaluación? Si hubiésemos atendido a las carencias que soportaban en sus hogares, en los esfuerzos que realizaban para conectarse, para cumplir con los plazos, ¿no habríamos tenido un panorama más completo de desempeño de cada quién? ¿Y no es esa información el insumo básico de toda calificación?
Insistir en la evaluación como garante de la eficiencia educativa, avalar el buen desempeño docente porque su planilla de notas ha sido completada en tiempo y forma, sin que importe cómo lo ha logrado, compone un horizonte de sentidos opuesto a un proyecto cultural que pretende generar las condiciones para que emerja la otredad, la solidaridad y el compromiso social. Quizás no sea tan sencilla la decisión, pero tomarla es inevitable, por acción o por omisión.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social