
El taller parece tener muy mala reputación, casi nadie lo usa. Las metodologías ágiles lo han reemplazado y nadie que se precie contemporáneo e innovador se permitiría emplearlo, teniendo a su disposición las metodologías activas.
Sin embargo, como es sencillo advertir, en muchas ocasiones se enuncia un modelo de propuesta, pero se acaba desarrollando otro. Y no se trata del esperable desajuste entre la teoría y la práctica, sino de algo con menor reputación: la falta de experiencia o de conocimiento acerca de las principales cualidades que los distinguen. Un ejemplo claro es la confusión que se produce cuando se propone realizar una propuesta de aprendizaje basado en proyectos, más conocido como ABP. Es muy frecuente que las actividades contempladas sean muy similares a las de un talle: una docente estima conveniente abordar un tema con actividades grupales, por lo tanto, organiza grupos, plazos, distribuye consignas y acompaña el proceso.
No parece una opción que no merezca atenderse con regularidad, pero la similitud entre una tarea grupal propia de un taller, o de una instancia práctica en un curso, es tan evidente que si no fuera por la denominación no habría diferencias. Y es que no las hay, porque la acción docente continúa en el mismo rol, así como la de las y los estudiantes. Cambiar de nombre no alcanza para que una práctica mejore.

El problema más arduo de abordar es la intención que impulsa a considerar que las nuevas denominaciones poseen un poder renovador por sí mismos, primero porque diluye la densidad de cualquier proceso de enseñanza y aprendizaje y, luego también, insinúa la pretensión de buscar atajos que permitan superar el modelo tradicional de clases con el menor esfuerzo posible. De lo contrario resulta poco aceptable que se imagine que de una tradición escolarizante se pueda pasar a un paradigma superador con tan poco.
El aprendizaje basado en proyectos, como las demás modalidades ágiles, suponen un grupo que está habituado a protagonizar sus vínculos con los contenidos, que puede gestionar el funcionamiento de un grupo y que tiene las competencias suficientes para requerir sólo algunos ajustes y aclaraciones por parte del docente. Además, y no resulta un aspecto menor, posee el entusiasmo suficiente para avanzar en sus labores sin la necesidad de ningún estímulo sea positivo o negativo.
La diferencia entre las tareas en grupos y las exigencias que debemos cumplir para adoptar un cambio profundo, parecen tantas que, por momentos, la denominación parece vulgar o ridícula: el ABP se usa tanto como el “aprendizaje significativo”, queda bien entre colegas, insinúa compromiso para la sociedad y las autoridades educativas, pero luego es apenas una intención que queda postrada en las planificaciones.
¿Será que es más adecuado simular un ABP que diseñar y producir un taller?
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social