
La innovación educativa parece más una potestad de la informática que de la pedagogía. Es
infrecuente hallar un texto que deponga los dispositivos y las certezas tecnológicas para
inquirir en las complejidades de los vínculos y subjetividades que se articulan en las aulas, ¿o
no es a partir de ese insumo que podríamos construir la innovación? Excepto que supongamos
que se trata de una solución exógena, prefabricada y distribuida por especialistas que cada
docente sólo debe aplicar con el mayor margen de eficiencia posible. Si es así, se comprende la
reiterada publicidad que poseen las licenciaturas y profesorados en tecnología educativa:
¿Quiénes estarían en mejores condiciones para hacer las adaptaciones necesarias para lograr
los resultados esperados?
La ausencia de interrogantes pedagógicos supone, al menos, dos posibilidades que merecen
atención: todas las respuestas ya han sido halladas y corroboradas, por lo tanto ninguna
pregunta puede incluirse sin temor a la inútil repetición, o ese campo de conocimiento carece
de renovación conceptual y en consecuencia, está imposibilitado de suscitar interpelaciones
actualizadas, algo así como si nos interesara la relación del latín y las plataformas en Internet:
una cuestión obsoleta y que sólo puede interesar a una minoría.
Ambas opciones reducen el proceso de enseñanza y aprendizaje a la utilización de nuevos
equipos y materiales, para lograr aquello que otros equipos y materiales no lograron. Si las TIC
no pudieron aumentar sustantivamente la calidad de la educación, seguro que la inteligencia
artificial y la realidad aumentada podrán lograrlo.
La docencia parece atrapada en una suerte de optimismo pueril que desdibuja las tensiones
culturales del diálogo entre generaciones, las inquietudes personales sobre las alternativas
formativas que aún no se esclarecen y los debates respecto a los contenidos necesarios para
desempeñarse en una sociedad y en un mercado laboral profundamente imprecisos (que
serían los primeros aspectos a considerar para avanzar en un análisis que pretenda confluir en
una aspiración de innovación) para sumirse en una celebración artefactual que cifra su poder
en las consecuencias que promete, aunque no sean posibles de contrastar. Montar el discurso
docente sobre la tecnología parece suficiente para lograr la innovación, pero es todavía más
preocupante sostener que sin ella nada de eso sería viable.

La educación parece destinada a convertirse en una atribución (¿servicio?) de la digitalización,
un elemento que constituye una sección de su oferta: música, redes sociales, videos,
educación, etc. No se pretende obstruir el desarrollo de la ubicuidad de la formación (si es que eso sería posible, ¿o acaso podemos precisar en qué momento aprendemos y en cuáles no?),
sin embargo, la repetida (y también frustrante) búsqueda de soluciones en los aparatos
debería convocarnos a la reflexión. Estamos muy cerca de confundir un pedagogo con un
informático, lo cual supone convertir a los estudiantes en parte del código binario. O, peor
aún, suponer que el futuro de la educación sólo depende del segundo. La innovación educativa
no depende de ningún equipamiento específico, así como tampoco de ninguna acción
individual, ni de una estrategia didáctica novedosa, por eso resulta tan compleja de abordar.
Ante esta situación se puede persistir en la fatigosa búsqueda o ensayar atajos inconducentes,
pero bien publicitados.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social