
La innovación educativa también puede propiciarse suprimiendo hábitos que no resultan
significativos para nadie. Si tuviésemos la posibilidad de ingresar al aula (en cualquier nivel y
modalidad) y sólo dedicarnos a aquello que consideramos sustancial, ¿qué haríamos? Y
fundamentalmente, cuáles dejaríamos de realizar.
Esa elección comportaría el inicio de un proceso con aspiraciones de innovación, sin que sea
necesaria una gran inversión en infraestructura ni en equipos ni en una capacitación extensa.
Suprimir también requiere coraje, imaginación y confianza en los demás. ¿Sería posible
emprender una innovación sin ninguno de ellos? Es frecuente que los primeros dos aparezcan
rápidamente en cualquier texto, la importancia otorgada al docente “diferente” ha sido
utilizado hasta el hartazgo en el cine y en la literatura que busca abordar las dificultades
educativas. Sin embargo, la vinculación con los demás, estimando sus fortalezas, no abunda
tanto. Será que ni siquiera en la innovación dejamos nuestra impronta individualista
contemporánea.
Si cada estudiante tuviera la ocasión de mencionar aquellas situaciones que siente relevantes y
que quisiera conservar y las que desearía abolir ¿qué quedaría en la rutina? Esa pregunta es
muy arriesgada, porque habilita la aparición de subjetividades que pueden contrarrestar todas
las planificaciones y propuestas institucionales. Y entonces, admitiendo que quienes están
siendo los destinatarios de la labor educativa institucional no están de acuerdo con buena
parte de la rutina, deberíamos asegurarnos de que sea en su beneficio, ¿o es que tampoco
tenemos certezas al respecto? Para los docentes tampoco es un beneficio, de eso sí estamos
seguros. Lamentablemente.

La complejidad que reviste toda inquietud innovadora supone un esfuerzo colectivo, por eso
sin la participación de todas las voces, acaso puedan concretarse algunos cambios y iniciativas
loables, pero que estarán atadas a algunos actores circunstanciales. Quizás por eso, la
simplificación de las rutinas parezca más conveniente, porque no exigen “la impronta” de
nadie y una vez que se consolidan, bien pueden aplicarse sin estar pendientes de su autoría.
La rutina escolar, es, en consecuencia, el primer asunto a abordar desde la innovación, pero no
se debería intentan ninguna inclusión (sea de metodologías, equipos o contenidos) sin antes
quitar lo superfluo. La superposición de lo nuevo con lo viejo, sólo se justifica si ambos
convergen en una propuesta integradora y coherente. La innovación debe tener la ambición de
llenar todas las dimensiones educativas, aunque para eso deba vaciarse de aquellos símbolos
que la han definido durante más de un siglo. Pero como la escuela está tan colmada de
prácticas anquilosadas, de ritos que ya no tienen valor y de símbolos que remiten a una
sociedad pretérita, sólo hay lugar para reformas, y quizás por eso las nuevas generaciones no
se sienten involucradas, no encuentran el motivo para ajustar su interpretación de la realidad y
de su futuro, a un mundo que perteneció a sus abuelos.
Extender la jornada escolar, sumar contenidos y aplicar metodologías ágiles acaba derivando
en una acumulación que no solventa ninguna esperanza. Esas acciones acabarán atravesadas
por aquello que han querido evitar, por eso es necesario que primero se omita todo lo que se
pueda y luego crear para avanzar en un modelo innovador. Y dejar de crear encima de las
costumbres, esperando que de allí se creen las condiciones para la innovación.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social