
La docencia suele estar fluctuando entre dos extremos muy negativos: se la considera una vocación tan afectuosa que acaba ligada a los vínculos familiares (la maestra es una segunda madre), o absorbe profesionales, técnicos e idóneos de cualquier disciplina y los ubica en el aula, reforzando la noción de que basta saber algo y tener ganas (o necesidad) para poder desempeñarse en educación. Ambas perspectivas desprestigian la labor docente e impiden comprender la densidad de sus funciones culturales y sociales, colaborando en el reforzamiento de todo rechazo por parte de las autoridades, los medios y la comunidad acerca de sus reclamos salariales y de condiciones de trabajo.
¡Cuántas veces hemos asistido a discusiones que se saldan con el remanido “los docentes de ahora no tienen vocación, por eso hacen huelga”! Parece que si a uno le apasiona la tarea que realiza no deberían pedir nada a cambio, en cuyo caso sólo deberían percibir un sueldo quienes cumplen una labor que no les interesa. Sendos disparates, por supuesto. Sin embargo, esta situación que no acepta ninguna consideración por parte de los docentes como sujetos activos de la cultura y como trabajadores que requieren sueldos y condiciones dignas, se articula con la opuesta: aquellos que se dedican a la docencia para evitar el desempleo. Y ambas conforman las dos dimensiones de una misma realidad que encierra en una lógica perversa a la docencia.
Porque las opciones se configuran en torno a dos situaciones que no favorecen el desarrollo de la educación: el docente no es la segunda madre de sus alumnos ni tampoco corresponde que quien no tenga trabajo ingrese a un aula como si se tratara de una alternativa para resolver una urgencia. ¿Por qué no se incorporan a un hospital como enfermeros? La respuesta que surgirá es: porque tienen que estudiar para hacerlo, ¿y la docencia no tiene el mismo rango? Es cierto que se han dictado (y creo que siguen vigentes) una capacitaciones para profesionales y técnicos. Pero no todos participan y además, la misma existencia de una propuesta formativa de ese estilo, que resume una carrera en cuatro cuatrimestres con una clase de frecuencia semanal, evidencia que constituye un proceso que no tiene otro objetivo que ofrecer una certificación que avale al portador, pero de ninguna forma supone un recorrido que disponga de los tiempos necesarios para suscitar una reflexividad que permita aproximarse al campo educativo con solvencia y criticidad.

Resulta curioso que quienes reclaman a los docentes que no deben “tener a los chicos de rehenes en sus reclamos”, no atiendan esta circunstancia. Si una persona que no le interesa la educación (y sólo quiere resolver sus deudas) está al frente de la clase de cientos de estudiantes sin una preparación adecuada, no es un problema; pero es inaceptable si un docente que optó por esa profesión suspende las clases por un reclamo laboral legítimo. Vaya forma particular de valorar la educación.