
La educación a distancia no puede resumirse a la mera suma de las acciones de la presencialidad junto con tecnologías digitales. Es notable la forma en que esa noción ha permeado las nociones (y las prácticas) educativas en pandemia. Es frecuente escuchar a los docentes afirmar que no estaban preparados para acomodar sus clases a las restrictivas condiciones que imponía el aislamiento, dado que no tenían un buen manejo de la computadora. Es cierto que, aunque supongo que no es necesario aclararlo, Internet y los dispositivos resultan fundamentales para desarrollar una propuesta formativa. Sin embargo, no es sólo un asunto de programas, aplicaciones y equipos. Si así fuera, todos los profesores de informática serían potenciales tutores virtuales, dado que su conocimiento les permitiría desempeñarse sin dificultades. Pero no es así.
La complejidad de la actividad docente a distancia requiere de un aprendizaje que bien podría considerarse una forma exclusiva de formación. Imagino que en un futuro no muy lejano habrá carreras de grado que preparan a los estudiantes para ocupar cargos específicos. Si observamos con detenimiento cada uno de los componentes de la educación a distancia, notaremos que tiene más diferencias que similitudes con la tradicional. La cantidad de contenidos por clase, por ejemplo, es muy diferente. En una clase virtual no deberían incluirse tantos como caben en un encuentro presencial. Sin detenernos a debatir acerca de cómo es posible que tres temas puedan abordarse en profundidad en dos horas, es muy curioso descubrir cómo los docentes suponen que lo modalidad cobra sentido con la cantidad. Por eso le suman muchos materiales (un colega denomina a esa situación el cementerio de PDF), larguísimas sesiones de Zoom, y actividades que no pueden resolverse en una semana de ninguna manera. Probablemente los aliente el temor a quedar expuestos ante las familias y las autoridades por no cumplir con sus obligaciones laborales y para evitarlo acumulan pendientes en la plataforma para evidenciar su compromiso. Pero casi nada de tanto esfuerzo puede recibir la denominación de enseñanza y en consecuencia, tampoco producirá un aprendizaje significativo.
La contingencia ha sido tan inesperada y compleja que parece imposible un análisis sin atender a todos los emergentes que dificultaron la relación entre los profesores y los estudiantes. No obstante ello, no parece conveniente desperdiciar esta ocasión en la que miles han podido experimentar las notables diferencias entre ambas modalidades. Por el contrario, ante la inminencia de las aulas extendidas y las híbridas (que a veces algunos distraídos parecen confundir) resulta muy necesario aprovechar la experiencia acumulada para no repetir errores.

Al igual que ocurre en las escuelas cada día, resulta necesario pasar de la fascinación de las aplicaciones y los equipos al reconocimiento de las particularidades de la educación a distancia que permita el despliegue de las estrategias diseñadas por cada docente para construir un ambiente de aprendizaje colaborativo, crítico y con empatía. Y para lograrlo habría que replantear la definición que se ha consagrado en la práctica acerca de la educación a distancia.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social