
La cultura de la cancelación constituye un rival de la educación, porque los principios que
impulsan a cada una resultan absolutamente opuestos. Las prácticas comunicacionales en la
red han ido incrementando la intolerancia, la falta de respeto y el diálogo entre sujetos que
opinan diferente, hasta convertir las conversaciones en meros intercambios entre iguales, es
decir entre quienes tienen la certeza de poseer las mismas opiniones sobre un determinado
tema. En consecuencia, más que un diálogo con otros (en tanto diferentes, en tanto otredad)
hay, más bien, una práctica de intercambio de certezas compartidas. Es un modo peculiar y
nocivo de administrar la incertidumbre contemporánea.
La educación tiene, ante esta situación que de tan cotidiana parece invisible e irreversible, un
gran desafío, no sólo por la magnitud del problema, ya que incluye a millones de personas
cada día, sino también porque obliga a cada docente a revisar, con honestidad y compromiso,
su posicionamiento como adulto y su labor profesional. Respecto a su desempeño personal,
antes de acometer contra ese hábito, debería sincerarse y comprobar si no es víctima y
victimario. Es muy poco honesto predicar sin el ejemplo, y, además, muy improductivo. Hacer
algo y decir lo contrario, sólo acaba ensañando lo contario.
En cambio, si nos detenemos a reflexionar acerca de las acciones que se pueden diseñar para
abordar el conflicto social y comunicacional que estamos experimentando, se abren algunos
interrogantes que pueden permitir, no sólo una intervención colaborativa y pertinente, sino
también una pequeña pero robusta apertura hacia la innovación. Porque en vez de
preocuparnos por contenidos habría que ejercitar competencias transversales. Serviría de muy
poco estudiar la historia de la opinión pública, de los medios de comunicación y de las
relaciones entre los grupos de poder al interior de un régimen democrático, para atenuar los
efectos de la cancelación. Sería, de alguna forma, una insistencia que ya ha mostrado sus
limitaciones: el saber y el comportamiento no tienen un vínculo tan directo. ¿O acaso creemos
que quienes fuman no saben que les hace mal?

Por lo tanto, se precisa de una propuesta (o mejor, de muchas) que no se aten a un contenido
o disciplina específica, y se detengan en suscitar diálogos profundos, espacios de encuentros,
de reconocimiento de los demás y también de lo propio. Habilitar la palabra para que nos
ayude a ser con otros sería el desafío. Fernando Savater, en su libro El valor de educar,
sostiene que “lo importante no es lo que se aprende sino la forma de aprenderlo”. La
democracia, el respeto, la empatía y el interés por los demás no podría aprenderse con una asignatura (o con varias), hacen falta acciones, ejemplos, interacciones que fortalezcan el
ejercicio respetuoso de la crítica, del debate, de la saludable necesidad de pensar distinto.
Quizás, si los contenidos pueden dejar una parte de su espacio para que algunas prácticas
tenga la oportunidad de convertirse en hábitos, las escuelas podrán recuperar algo de su
relevancia, pero deberán transformarse y relegar algunas de sus dimensiones que la ligan a su
matriz enciclopedista.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social