
Manifestar preocupación por la educación es un modo de mostrarse cívicamente responsable
y empático con las nuevas generaciones. Es un distintivo, es un rasgo “bien pensante”, como
alguna vez fue usar galera, bastón y saber hablar en francés. Sin embargo, al igual que sucede
con todas las apariencias, conforman un engaño. Por fuera de los sujetos involucrados
profesionalmente con la educación, son pocas las personas que profesan un interés genuino
que no se agota en una declaración ni en una indignación de ocasión, muy frecuente en las
redes para ciertas fechas conmemorativas.
Un ejemplo de esta peculiar simulación puede encontrarse en el partido de Copa Argentina
entre Talleres de Cba. y Boca Juniors, jugado el 15 de octubre. Ambos equipos se sacaron una
foto con un cartel de Argentinos por la Educación en el que se indicaba que “sólo 1 de cada dos
estudiantes termina tercer grado comprendiendo lo que lee”. E invitaban a firmar una petición
para que la alfabetización sea una prioridad. Esa declaración debería haber sido suficiente para
generar una corriente de opinión con tanta importancia que ningún funcionario o candidato
pudiera quitar de su agenda esa problemática.
Pero nada de eso ha sucedido, aunque es preciso destacar que no siempre deberíamos esperar
a que las autoridades actúen para volvernos responsables. La democracia no es sólo participar
del acto eleccionario, también supone la búsqueda del bien común. Y una de las acciones más
concretas y determinantes es, sin dudas, pugnar por una educación de calidad. ¿Es por eso que
nunca faltan indignados?, aunque esa actitud jamás se traduzca en una acción. Acaso porque
hay quienes confunden decir con hacer, o quizás, más probablemente, porque lo dicen porque
queda bien, sin que eso suponga un compromiso. Tal vez el problema de la educación no sea
más que una falencia social plenamente contemporánea: el individualismo.

Anhelar una educación de calidad para todos supone deshacerse de los privilegios, supone –
incluso – trabajar en contra de ellos. La generosidad que implica exigir que otros tengan algo
mejor, sin que halle un beneficio inmediato, supone una expectativa demasiado altruista.
Trascender en los otros supone una exigencia y un desprendimiento que no se articula bien
con el hedonismo individualista contemporáneo.
La vinculación entre el modelo educativo dominante y los valores, actitudes, anhelos y
comportamientos más reconocidos en una cultura no resulta necesaria esclarecer, se educa como se vive. O, mejor dicho, la fuerza que poseen las costumbres (y cada una de sus
manifestaciones prácticas en la realidad) no se tensiona con el simple ejercicio discursivo. Las
nuevas generaciones intuyen que las declaraciones elocuentes acaban siendo un fin en sí
mismo, y que la desigualdad educativa es apenas una continuación (y un refuerzo) de las
injusticias que azotan a los sectores más desfavorecidos de la sociedad.
La educación debe ser una discusión permanente contra el sentido común. Incluso contra sí
misma, porque, aunque anhele otra sociedad, está atravesada por los sentidos que aspiran a
sostener su hegemonía.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social