
El axioma “el cliente siempre tienen la razón” fue creado a comienzos del siglo XX por un grupo de comerciantes de Estados Unidos preocupados por el bienestar de sus finanzas. Esta misma lógica ha ido permeando los ámbitos educativos confundiendo al alumno con un cliente y al docente con un empleado que tiene la obligación de satisfacerlo. Este desafortunado malentendido trae consigo una larga serie de exigencias que cargan de exigencias a las instituciones. La lista de excepciones aumenta cada año lectivo, y tanto docentes como directivos no aciertan a poner un límite que permita previsibilidad y reglas claras para todos. Los pedidos de inscripción fuera de fecha, la posibilidad de cursar sin anotarse, tener una posibilidad extra en la evaluación, un recuperatorio especial, permitir que se ajusten el régimen de inasistencias a sus rutinas, constituyen sólo los reclamos más evidentes.
La pandemia aumentó esta demanda, como era de esperar. Y entonces los docentes se vieron obligados a recibir mensajes a cualquier horario, los fines de semana, debiendo aceptar nuevas imposiciones que no sólo diluyen su autoridad pedagógica sino que además interfieren con fuerza en las reglas grupales. Una excepción puede acertarse, pero cuando se vuelven frecuentes, nadie considera necesario seguir las normas. Y entonces los estudiantes consideran al profesor como una suerte de atención al público que debe estar disponible las veinticuatro horas. El docente acaba siendo un proveedor de respuestas y soluciones que no están limitadas al ámbito educativo: alumnos que reclaman que su celular no tiene suficiente memoria para guardar apuntes, otros que solicitan apoyo para cursar pero sin equipos ni conectividad y quienes exigen que las clases sean de noche, de día, de tarde. Se podría pensar que las demandas siempre han estado, probablemente con menos protagonismo, sin embargo ante la evidente imposibilidad de cumplir con todas las pretensiones (dado que debería desarrollar una clase específica para cada estudiante en las circunstancias que cada quien proponga) se suscitan tensiones que acaban perjudicando el diálogo y en consecuencia, el proceso de enseñanza y aprendizaje. No sólo en relación al modo en que los contenidos son abordados, sino también respecto de la imposibilidad de descentrar la mirada sobre uno mismo que genera una relación de tipo comercial, si el alumno siempre tiene razón, ¿cómo establecer pautas para las actividades colaborativas? ¿De qué forma se podría aludir a la necesidad de cumplir con leyes y acuerdos en la sociedad si al interior de un aula ninguna está vigente? ¿Si ante cada descuido o falta de un estudiante la institución lo apaña cual si fuera un niño de nivel inicial, luego sería razonable que actúen con responsabilidad? La escuela no puede ser un supermercado, porque no vende nada. Forma personas que pugnarán por construir una sociedad mejor. Para lograrlo es necesario el compromiso de todos y eso implica aceptar errores, sus consecuencias y tratar de modificar el comportamiento que para que no se repitan. Exigir no nos hace tiranos. Y ceder a transgresiones por la dádiva del alumno tampoco nos convierte en mejores ciudadanos.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social
