
La confianza depositada por la sociedad en los sistemas informáticos ha generado en el ámbito educativo una certeza de tipo técnica-procedimental que se asume unánime. Las herramientas de evaluación de las plataformas educativas han cimentado un prestigio a fuerza de su precisión que ha vuelto inútil casi todos los reclamos en torno a la validez de la evaluación. La reducción de la intervención docente a su mínima expresión (me refiero al procedimiento, no a la formulación de las consignas), convalida sus resultados, permitiendo así que la evaluación deje de constituirse en un asunto complejo, dinámico y en continua reelaboración para transformase en un dato fácilmente comprensible y aceptado sin mayores reclamos.
El consentimiento que genera no sólo pone en evidencia el convencimiento de las virtudes de la aplicación de los criterios computacionales en la mayoría de los ámbitos sociales y culturales, sino también algo que pareciera no tenerse en cuenta pero que quizás merezca mayor atención. Hago referencia a la centralidad de la calificación dentro del proceso de evaluación. Es comprensible que el interés del estudiante esté dirigido de forma mayoritaria a aprobar, principalmente en el nivel secundario. Pero la anulación del diálogo o lo que es similar, su carácter accesorio, dado que el número se transforma en un tirano infranqueable, obliga a pensar de otra forma las instancias de devolución e intercambio entre el docente y el estudiante al momento de hacer balance de la actividad compartida. Podríamos caer en el error se suponer que esta actitud sólo responde a la contingencia sanitaria mundial y que una vez se normalice la asistencia a las escuelas, la evaluación recuperará su densidad conceptual, su sustento dialógico subjetivo, creativo y situado. Sin una construcción consiente de nuevas reglas de ponderación de los avances individuales y grupales, planteados por el docente y aceptados por los estudiantes, parece poco probable que algo así suceda.
Se vuelve necesario entonces recuperar – aunque sólo sea para no clausurar el debate acerca de las modalidades y dispositivos de evaluación – algunas formulaciones que ofrecen un abordaje alternativo. Pedro Acevedo en su texto “Hacia una evaluación de los aprendizajes en una perspectiva constructivista” publicado en 1998, sostiene que “el proceso evaluativo en una concepción constructivista del aprendizaje enfatiza los roles de diagnóstico y formativo, dándole una menor importancia a lo sumativo, entendido sólo como certificación de logros o resultados, al que le reconoce un carácter certificador del grados de desarrollo de determinadas habilidades”.

La diferenciación entre acreditación y evaluación es fundamental en al menos dos sentidos: porque constituye la base de toda propuesta y a la vez, porque sin un esclarecimiento por parte del docente (y también de los estudiantes) al respecto, es muy probable que se caiga en el error o mal entendido de homologarlas. A pesar de las urgencias administrativas cuantitativas (que sitian las intenciones más innovadoras de cualquier docente), y los anhelos fervorosos de aprobación que los alumnos y sus familias suelen manifestar, sin una instancia de intercambio que priorice la palabra del docente, se empobrece el proceso de formación, aunque parezca lo contrario.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social