La obsesión por las acreditaciones pauperiza el proceso formativo – Luis Sujatovich

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La certificación parece el único fin de cualquier trayecto formativo. Es cierto que es
poco probable que alguien se anote a un curso o carrera sólo para tomar unas clases,
sin embargo, cabría preguntarse si la titulación no es una exigencia exógena al campo
educativo, es decir, una imposición del mercado laboral. Basta revisar un CV para
comprender la fuerza que posee esa concepción de los estudios, fundamentalmente
en el nivel superior y en posgrado.

Si una persona se presenta a una convocatoria (académica o laboral) aunque tenga
grandes antecedentes y estudios variados, es muy probable que la pregunta se pose
en aquel estudio que se encuentra incompleto. Es notable de qué forma las lógicas de
la productividad se han transformado en las variables para considerar a un candidato.
Cuanto haya hecho tiene menos impacto que lo que quedó pendiente.

No deja de resultar significativo que esa consideración, tan transversal que no necesita
muchas especificaciones, conviva con la valoración del proceso. Es cierto que no son
excluyentes, dado que una trayectoria valiosa puede facilitar el cumplimiento del
objetivo final. Aunque la persistencia de que el único valor adquirible de una formación
es el diploma que lo acredite, agota toda propuesta de superación del límite que
supone: imaginemos si sucediera lo mismo con los viajes, valdrían sólo por las
evidencias que podríamos esgrimir a nuestro regreso. Si los boletos tienen más
importancia que el viaje, ¿a quién le importaría el destino?

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La pregunta que se vuelve urgente responder es: ¿estamos seguros de que las
competencias que destacan a un sujeto en una labor provienen sólo de aquellos
estudios que puede acreditar? Por supuesto que es imposible demostrarlo y que la
formación de un sujeto no esta ligada (exclusivamente) a sus certificaciones. No es
casual que ya existan cursos sobre “habilidades blandas”, pues sin un documento que
las avale no hay forma de demostrar que se poseen. Sin la promesa de la
acreditación, ¿qué sucedería con la educación formal?

No resultaría exagerado sostener que el rol que la impone la sociedad a las
instituciones educativas es la de generar ciudadanos con certificaciones. Quizás por
este motivo la innovación parece más una preocupación de los docentes (y de algunos
estudiantes) que del conjunto de la comunidad educativa. Resulta ocioso, en
consecuencia, abordar interrogaciones sobre los formatos didácticos o respecto de los
presupuestos pedagógicos que sostienen una práctica educativa, si no intervienen de

forma decisiva (y palpable) en la mejora educativa, que en estos términos se traduciría
en una mejor tasa de graduación.
La innovación es medida por la eficacia y el trayecto por la acreditación. Falta que a
las evaluaciones las denominemos “control de calidad” y ya estaremos en condiciones
de reemplazar a los docentes por algoritmos.

Así como la vida de una persona no puede reducirse a un legajo, la transformación
que acontece en cada persona no cabe en las acreditaciones. Valorar el proceso
también requiere de pensar de un modo diferente los recorridos académicos: que no
se haya cumplido con los requisitos para la acreditación no banaliza una experiencia ni
la vuelve invisible.

Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social

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