
La fascinación que genera la inteligencia artificial resulta un obstáculo para analizar cuáles
podrían ser los aportes más significativos para la educación contemporánea. La proliferación
de conferencias, libros y cursos que se ofrecen para aprender a usarla, pone de manifiesto que
las dimensiones prácticas se imponen con tan fuerza que anulan cualquier otro abordaje. Pero
no es la primera vez que la tecnología y los medios de comunicación se proponen como
poseedores de soluciones para la acción docente, cifrando en su manipulación toda la labor
intelectual y emocional que está incluida en un proceso de enseñanza y aprendizaje.
No se pretende negar la importancia que posee el dominio de una interfaz, de un artefacto o
de un lenguaje, especialmente en una época de pleno auge informático, sin embargo, la
primacía de la resolución de problemas prácticos, es decir su dimensión procedimental, se ha
convertido en el único referente posible, hasta transformarse en sinónimos: aprender con
tecnologías y medios supone (exige) una impronta fáctica. Saber sobre ellas es poder usarlas
con solvencia. La alfabetización devino en competencia, pero sin la pertinencia teórica, o acaso
transfigurada en acto. Se supone que, si se sabe manipular algo, hay un saber conceptual
implícito.
La mayor dificultad que se enfrenta ante la disposición que imagina que en la habilidad reside
(con anterioridad) el conocimiento, la reflexión y las inquietudes teóricas, es que no se indaga
más allá del fenómeno observado. Es decir, si alguien se muestra eficiente en una transacción
con, por ejemplo, el Chat GPT, ya que logra obtener la información solicitada, debe
reconocerse como alguien que sabe al respecto. Saber, en consecuencia, se simplifica tanto
que no hace falta más que práctica para lograrlo. Quizás por eso se insista tanto en el
reemplazo del docente, si la enseñanza se cifra en la repetición, nada mejor que un tutorial.

El principal problema que se anuncia en la abolición de la teoría, (por eso las ciencias sociales
tienen tantas dificultades para acendrar su legitimidad en el nivel medio, porque se muestran
incapaces de proveer una aplicación práctica inmediata), es que no se tensiona la realidad. No
se prodiga en las aulas, por lo tanto, más que un acercamiento en podría hacerse en cualquier
otro lugar: ¿o acaso los vínculos que establecen entre sí los algoritmos rompen o fortalecen el
sentido común? Las relaciones que se establecen entre una pregunta que se ofrece al Chat (o a
cualquier buscador, por supuesto) y las respuestas que aparecen, ¿no necesitan una
elucidación que parta del fenómeno tecnológico y pueda adentrarse en las complejidades
culturales y sociales que conforman el sustento ideológico de cada réplica?
Los algoritmos refieren a un orden político, a un estatuto social específico, a una explicación
del mundo social y económico, no son neutrales, dado que los sujetos que los han desarrollado
tampoco lo son. Los algoritmos tienen sesgos, como los medios de comunicación, los tutoriales
y los diccionarios. La educación también los tiene, pero sin docentes, ¿quién podrá
detectarlos?
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social