Las clases en la educación formal: de la obligación a la experiencia – Luis Sujatovich

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Las posibilidades que ofrece la tecnología para acceder a contenidos y para realizar cursos
desde diferentes localidades pone en evidencia que las clases presenciales deben ganarse su
legitimidad, ya no son parte inescindible de la educación formal ni tampoco son
imprescindibles. ¿Y cómo es posible advertir que un encuentro sincrónico ha sido valioso para
docentes y estudiantes? Quizás se lo podría evaluar del siguiente modo: ¿qué se han perdido
quienes no pudieron asistir? Si tuviésemos que realizar un resumen, ¿apelaríamos sólo a los
temas y actividades que se compartieron, o existirían momentos, reflexiones y
descubrimientos que no permiten su traducción a un texto o a un mensaje de WhatsApp? En la
respuesta emerge la condición de la clase.

María Acaso, en su libro Reduvolution, propone que es necesario pasar “de la clase a la
reunión”, para valorar el esfuerzo que significa la presencia compartida. Refiere que “en una
reunión no sucede nada grave si uno llega un poco más tarde o si se va antes. El tiempo es
flexible”. Esta comparación nos conduce a reconocer que las clases no están atravesadas por
ninguna de las iniciativas que nos impulsan a concurrir, voluntariamente, a un sitio. El deseo,
como siempre, no aparece en la lista de asuntos a considerar.

La obligatoriedad, nacida y sustentada en el racionalismo más feroz, nos impide cualquier
intento de modificación del pacto educativo. La presencialidad, en consecuencia, como es una
condición que no está en debate, no se valora. Si hagas lo que hagas, igual tienen que estar
ahí. No parece haber forma más pertinaz de desvalorizar a cada estudiante: cuando entras al
aula tu tiempo ya no vale ni te pertenece. ¿Quién no ha escuchado a una docente reclamar
que un grupo bullicioso le está haciendo perder el tiempo? No recuerdo una situación inversa.

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Deberíamos imaginar que cada clase es un viaje, una experiencia, una posibilidad de arribar a
algo nuevo o al menos, de inaugurar una mirada colectiva. Si lo logramos, sabremos que no
asistir supondrá una pérdida y deberemos resignarnos a quedarnos con los resabios, las
huellas y el recuerdo que nunca alcanza para reponer una emoción a quien no pudo participar.
Supongamos que un amigo regresa de sus vacaciones y nos comparte sus fotos, videos,
postales y todo tipo de materiales alusivos a los sitios que visitó. ¿Podríamos asegurar que,
luego de atender a todos sus testimonios, nosotros también hemos hecho esas excursiones?
Por su puesto que no, y es probable que nos queden muchas ganas de hacer un viaje.

Nuestra aspiración no tendría que estar limitada a cumplir con los temas planificados, ni que
los materiales resulten pertinentes, sino contribuir a que se cimente una experiencia colectiva
tan potente y apetecible que nadie quiera perdérsela.

Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social

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