
El origen de la famosa sentencia: “una imagen vale más que mil palabras” tiene su origen en algunas crónicas y publicidades de comienzos del siglo pasado. Es acaso una de las expresiones que todos hemos oído y repetido en numerosas ocasiones. Quizás por eso es que nos parezca tan cierta e indiscutible. El sentido común nos garantiza que si tomamos una foto de una situación, de un paisaje, de una persona tendremos muchísimas más posibilidades de lograr el cometido de nuestro mensaje que si nos limitamos a describirlo con un texto.
Sin exagerar podríamos asegurar que esta sentencia forma parte del acervo cultural nacional y ello explicaría su incorporación a las nociones en las que abrevan, indefectiblemente, los docentes de todos los niveles y modalidades. Y sin embargo, ¿alguna vez hemos comprobado que sea cierta? ¿Las complejidades de los procesos de comunicación se resolverían con el simple hecho de usar imágenes? Si tomamos una foto y les preguntamos a los estudiantes – en cualquier asignatura – qué ven, ¿todos coincidirían? ¿No habría diferentes interpretaciones? Si aceptamos la diversidad de trayectorias personales y educativas, ¿cómo podríamos admitir que nos provoque los mismos sentidos una imagen?
Estas preguntas se han podido comenzar a responder a partir de un desafío que circuló en Internet durante 2020 y aún mantiene vigencia. Se trata de una imagen diseñada a partir de unir elementos que refieren a veinticinco películas muy famosas. La consigna era descubrir los elementos que aluden a cada una de ellas, por ejemplo un abrigo, un sombrero o unas zapatillas. La cuestión es muy sencilla: si se han visto todas es posible hallar los objetos. De lo contrario, la cantidad va disminuyendo según las que hayamos tenido ocasión de ver. Las reglas del juego ponen en evidencia que hay diferentes posibilidades de interpretación, dependiendo de nuestra cultura cinéfila. De acuerdo, ¿pero esa afirmación no colisiona con la potencialidad manifiesta de la imagen como canal inequívoco de sentidos?

Se podría argumentar que cada participante está en condiciones de reconocer las piezas que están dispuestas en la escena, y eso es cierto. Pueden mencionar que ven una silla, una rosa y un chaleco, pero no son capaces de ligar esos elementos con personajes e historias. Por lo tanto, no tienen la oportunidad de adquirir gran parte de aquello que se pretende transmitir. Y entonces, ¿cuántas palabras valen esa imagen? Depende. Y tanto es así que la existencia del desafío reposa en que no tiene el mismo significado para todos, de lo contrario, ¿qué sentido tendría?
Este simple ejercicio sirve para pensar acerca del modo en que son incluidas las imágenes en el aula y bajo cuáles criterios se aplica didácticamente. Una imagen vale las palabras que cada quien tiene a disposición. Aumentar la cantidad es tarea de la escuela. Para ello es necesario que el docente no suponga que en todas las aulas es mayor a mil.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social