
La innovación educativa supone el reconocimiento de la caducidad del modelo educativo vigente, tanto en sus aspectos simbólicos como materiales, ya que no genera deseo en sus protagonistas ni goza de incidencia social positiva. Por lo tanto, toda pretensión de contribuir a la ruptura del orden instaurado por la Escuela (en tanto institución histórica de la modernidad), supone una contribución, mas no es suficiente. Por definición la innovación no puede considerarse como un estadío final de un proceso de cambios profundos, sino como la propensión a inventar alternativas que puedan servirse de todas las circunstancias, sujetos y recursos para participar en hechos culturales, sociales, deportivos, tecnológicos y económicos que pudieran devenir en instancias formativas relevantes, sin renunciar al carácter ubicuo, colaborativo, dinámico y multimedial contemporáneo. No debe estar ajustado a ningún corpus teórico ni tampoco se espera que una práctica específica acabe convertida en modélica. Cualquier dogma es un retroceso.
Es importante, en consecuencia, destacar que no se trata, simplemente, de acotarla a una simple renovación didáctica ni a la utilización frecuente de dispositivos digitales, ni tampoco a la (necesaria) atención a las emociones y a las emergentes competencias que reclama el mercado laboral. Innovar es el modo menos petulante de abordar la incertidumbre; es una estrategia colectiva para atravesar el cambio de paradigma cultural que permita a las futuras generaciones encontrar en nuestro esfuerzo cotidiano el origen de su trascendencia.
Innovación es aquello que no podemos definir ni planificar pero que, en la práctica, advertimos que es impostergable. La distancia entre la imprenta e internet es la misma que separa la escuela de la realidad de las nuevas generaciones. El aula es como un panfleto con noticias del siglo pasado, sólo a unos pocos puede interesarle. Por más esfuerzos que realice, siempre quedará de manifiesto que está organizado bajo un criterio vetusto, industrial y cargado de significación para quienes estuvieron en el lugar de estudiantes hace ya mucho tiempo. Es muy frecuente encontrar iniciativas que cifran su interés en la incorporación de una metodología, pero carecen de imaginación para plantearse situaciones que desafían la lógica escolar. Renuevan el proceder docente pero no logran salir del aula, por eso generan más interés en los colegas que en los alumnos.

Innovar es aspirar a un encuentro con la otredad y convertirnos en el otro, no por extrañamiento sino por un simple ejercicio de sinceridad: nuestra subjetividad no puede alejarse mucho del pasado. Por eso la innovación educativa es un desafío feroz: nos obliga a ir al extremo último de nuestra imaginación para comenzar desde allí a vislumbrar el porvenir de lo que todavía denominamos educación formal. Es lógico que nos asalte el pánico o que caigamos en la mayor incredulidad, somos sujetos de la modernidad y no podríamos existir sin la escuela. Ella se irá con nosotros, postergarlo es robarle a las nuevas generaciones su derecho a inventar aquello que ni siquiera somos capaces de nombrar.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social