Donde la burocracia se impone, es poco factible que el surja el aprendizaje – Luis Sujatovich

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La evaluación ha sido considerada una medida de control de enseñanza durante tanto tiempo, que
es difícil imaginar que pueda convertirse en una instancia de formación. Basta concurrir a una
escuela en un día de examen o a una mesa de finales en una facultad para comprobarlo. No es,
nunca ha sido, una acción que favorezca el aprendizaje, es decir, que se asuma como una
posibilidad personalizada, participativa y por lo tanto diferente al resto de las clases. La sanción
de “sacar una hoja” ante un mal comportamiento del grupo, pasar al frente a dar una lección o
resolver una cuenta sin ningún preámbulo, conforman algunas de las sanciones más famosas
ligadas de modo directo con las notas, la aprobación, el promedio, la cuantificación.

La educación es un campo científico muy paradójico: se declara que se aprecian las actitudes, los
procesos, las competencias pero todo acaba en una cifra. Y por definición es, absolutamente, lo
contrario. ¿Alguien alguna vez uso una cifra para expresar un sentimiento? Es cierto que se han
implementado otros términos, buscando así eliminar el sesgo matemático de las valoraciones,
aunque si miramos en detalle, ponen en palabras aquello que refieren en números. Cada una de
las obligaciones dispuestas por el sistema educativo ha impactado de forma negativa en las aulas.

Podríamos incluso postular que los esfuerzos teóricos contemporáneos de la pedagogía y de la
didáctica están orientados a morigerar las consecuencias de la rutina escolar. La asistencia, la
parcelación del saber en asignaturas, la cantidad de tiempo por clase, la organización en grados y
las evaluaciones. Todas esas medidas van en sentido contrario de los impulsos creativos,
liberadores y dinámicos que se anhelan lograr. La desazón que suscita la práctica educativa en los
ámbitos formales es enorme. A veces me hace acordar al zoológico: las jaulas con plantas y tierra
tratan de parecerse a la jungla, pero la mirada de los animales nos recuerda que están en
cautiverio. La educación en la escuela moderna posee el mismo rol para las ansias de aprender.
Las y los estudiantes (y también las y los docentes) parecen estar lejos de su hábitat, mal
alimentados y encerrados en una rutina que los agota, los adelgaza y los resume a un dato en una
planilla.

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La evaluación no podrá convertirse en una trama dinámica, democrática y que estimule la
confianza en las y los estudiantes, si continúa sirviéndose de los mismos medios que la han
convertido en lo que ha sido durante las últimas décadas. ¿Vale preguntarse a quién le sirve la

evaluación en los términos actuales? Y ¿para qué se utiliza? Es muy probable que se esgriman
muchos motivos acerca de la acreditación, promoción, aprobación y organización de las carreras,
grados y niveles de educación. Donde la burocracia se impone, es poco factible que el aprendizaje
surja: una evaluación, en cualquiera de sus arbitrarias modalidades, no aspira a satisfacer a sus
protagonistas, sino a quienes lo necesitan para cumplir con sus obligaciones.

Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social

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