
Nadie puede afirmar que aprender por obligación sirva de algo. Incluso no faltarían quienes,
amparados en muchas investigaciones, sostengan que no se produce aprendizaje real bajo esas
circunstancias. Apenas, podríamos acordar, se lograría que retengan el tiempo necesario una serie
de datos que volcarán luego, sin entusiasmo alguno, sobre una hoja para cumplir con sus
obligaciones como estudiantes. Ya ha sido abordada esta distinción a partir de categorías como
aprendizaje profundo y aprendizaje superficial, entre otras.
Esta certeza, construida científicamente, respecto a las condiciones que deben cumplir los
procesos de enseñanza y aprendizaje para que resulten significativos pone en absoluta evidencia
la mala praxis de la escuela. ¿O acaso casi todo cuanto se estudia carece de interés para las y los
alumnos? La contradicción entre la teoría y la práctica no podría ser mayor: si en un final de
pedagogía, didáctica, psicología educativa o cualquier otra asignatura, aseguraríamos que es
necesario imponerse frente a las y los estudiantes para que aprendan un contenido, seguro que
obtendríamos una mala nota y una severa reprimenda. Sin embargo, cuando vamos a clases,
sabemos que vamos a generar una situación semejante y no sólo no tenemos sanciones, sino que
el Estado nos avala. El ejercicio de la docencia, por lo tanto, es la manifestación más sensible de
una problemática centenaria. Todos sabemos que así no debería ser la educación y aun así
insistimos. Más que una crisis, habría que asumir que hay una falta de honestidad intelectual que
acaba lacerando las expectativas de las nuevas generaciones: ¿qué pueden esperar de la escuela,
si intuyen que la educación se resume a cumplir obligaciones que nos los interpelan?
En consecuencia, estamos frente a una herencia que necesita revisarse: o sostenemos esta
educación, sabiendo que se especializa en aprendizajes memorísticos y en experiencias formativas
de baja calidad, o nos atrevemos a imaginar otra educación, acaso sin la escuela tal y como la
padecemos en la actualidad. Si a la ineficacia académica le añadimos el peso enorme de la
burocracia, es poco probable que el resultado nos devuelva una sonrisa, una esperanza, una
posibilidad de goce. Nos hemos acostumbrado que en la escuela nadie es feliz.

La opción que se podría sumar es que se modifiquen los textos, así las teorías comienzan a afirmar
que se debe obligar a las y los estudiantes para que aprendan. Se podría construir una teoría que
sostenga que con miedo y desinterés los contenidos son abordados con éxito. Y que las nuevas
generaciones necesitan esas experiencias para templar su carácter. Sin duda nos ayudarían
mucho, porque serían un fundamento conceptual para diseñar nuestra práctica. No deberíamos
preocuparnos por la falta de rigor académico de esas afirmaciones, nuestra labor cotidiana nos
ayudará a darles validez. Además, tenemos la ventaja de que a la comunidad educativa no le
parece una idea equivocada, ¿o alguien se ha quejado al respecto?
Al sistema educativo sólo le interesa sólo la enseñanza, entendida como transmisión de
contenidos. La escuela tiene que decir mucho, aunque a los alumnos no les llegue nada.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social