
La educación en línea presenta una amenaza en continua expansión: la impaciencia. Es muy
frecuente advertir, ante la entrega de trabajos prácticos o parciales, que en menos de 48 horas
comiencen a recibirse mensajes solicitando la calificación correspondiente. Quien haya
trabajado en cualquier universidad sabe que parte de los compromisos que se asumen están
referidos a la velocidad de la respuesta por parte del docente. La calidad se ha vuelto un
atributo que se confunde con la celeridad, o acaso ya deban considerarse sinónimos.
La exigencia obliga a que cada diálogo que podría generarse gracias a la entrega de una
actividad sea reemplazado por una transacción: por eso ganan adhesión las propuestas que
han eliminado la acción humana y aprovechan las plataformas para automatizar los cursos. La
principal virtud es, por supuesto, que las correcciones no tienen demora: en unos segundos es
posible saber el resultado de las evaluaciones. Y como el interés suele estar puesto en la
certificación y no en el aprendizaje, ¿para qué lidiar con otro ser humano?
La modalidad Mooc (massive open online course) está desmontando las estructuras
tradicionales que la educación a distancia fue construyendo a fines del siglo pasado y parece
que su objetivo no estará cumplido cuando todas las ofertas formativas se ajusten a su
modelo. El advenimiento de la inteligencia artificial, muy probablemente, acelere aún más este
proceso de uniformidad y ofrezca alternativas más veloces y con cierta simulación de
interactividad. Habrá más respuestas preestablecidas y diferentes posibilidades de elección
para abordar contenidos, pero sin el recurso de una clase sincrónica ni alguna instancia de
consulta con una persona. La tecnología, en consecuencia, reemplazará a la pedagogía. Quien
sepa programar con criterios estéticos un entorno y disponga de recursos multimediales sobre
un tema, bien podrá elaborar cursos, capacitaciones y seminarios sin necesidad de
problematizar las dimensiones de la enseñanza y del aprendizaje de su diseño. ¿O acaso no
sabemos que los cursos autoasistidos cifran su valor en la vinculación simulada con el
estudiante y que eso supone una ficción pedagógica apabullante?
Suponer que el estudiante que estoy imaginando es, precisamente, igual a cada una de las
personas que van a hacerlo es la máxima negación de la diversidad. Y allí donde los contenidos
se abordan de un modo único, donde el dialogo es simulado y donde no hay desacuerdos,
podemos aceptar que haya aprendizaje, pero ¿alguien siente orgullo por la experiencia? No
conozco a ninguna persona que sienta que parte de su identidad se ha construido gracias a un
mooc.
Las vertiginosas transformaciones que trae consigo la tecnología digital no deben considerarse
como un obstáculo para mejorar la educación, sin embargo la dirección que le demos depende
(en parte) de nuestras acciones, por lo tanto, reflexionar acerca de la impaciencia y de las
inquietudes que tenemos cuando nos anotamos en un curso en línea puede ayudarnos para
esclarecer cuál es nuestro rol, es decir, nuestra responsabilidad.
No se trata de rechazar ninguna alternativa de formación, pero tampoco se puede continuar
exigiendo a cada docente que procese la información (como un software) para tener el
resultado cuanto antes.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social