
La docencia universitaria tiene la obligación de persistir en la búsqueda de la
innovación, porque goza de condiciones simbólicas que no se repiten en los niveles
anteriores. La voluntad manifiesta de las y los estudiantes configura un horizonte de
posibilidades que es necesario aprovechar. Estar exentos de los reclamos más
tradiciones que deben gestionarse en las aulas de la escuela secundaria, es una ventaja
muy importante.
Sin embargo, si no se aprovecha el interés para potenciar los procesos de enseñanza y
aprendizaje, apelando a ejercicios didácticos dinámicos, fundamentados
pedagógicamente y diseñados para ajustarse a las necesidades de cada grupo, el
entusiasmo se irá diluyendo y acabarán pensando que las diferencias están cifradas en
la densidad conceptual y en las exigencias de las evaluaciones, dado que las clases
resultarían semejantes, es decir empobrecidas por la rutina.
Es preciso destacar que la innovación debe asumirse como una búsqueda incesante,
que no puede desentenderse del contexto y que posibilita múltiples abordajes, por lo
tanto, puede iniciarse con la aplicación de una metodología ágil, relacionando
contenidos con una fuerte impronta interdisciplinaria, o con cualquier otra
modificación en el diseño de las clases. No es tan importante la imaginación, sino el
convencimiento para afrontar las dificultades, resistencias y aplazos que irán
apareciendo, indefectiblemente, en el proceso.

La innovación educativa no surge en un laboratorio, por lo tanto, estamos obligados a
fallar. No hay ninguna posibilidad de saltearse casilleros y avanzar hacia la
transformación más radical y desafiante que podamos construir, sin atenerse a las
pequeñas circunstancias que requerirán nuestra atención a modo de peajes. No será
posible desmontar la tradición académica sin grandes esfuerzos. Salir de la cátedra (en
tanto espacio de poder), no será gratuito: hay quienes no desean revalidar sus logros y
mucho menos poner su prestigio a consideración de las nuevas generaciones.
La principal pregunta no debería estar orientada hacia cuál acción conviene realizar
primero, ya que no hay ninguna fórmula que pueda responder de una vez y para
siempre ese interrogante. En cambio, sería conveniente indagar acerca de las
inquietudes, propuestas y sugerencias que pueden aportar los grupos de estudiantes.
Tengamos en cuenta que aquello que para nosotros consiste en una novedad, es
apenas un hábito para ellos. Aprender con y de la juventud es, según Margaret Mead,
un imperativo de esta época. Sin estudiantes, no hay innovación. Apenas deberíamos
conformarnos con algunos cambios a corto plazo. Pasaríamos de soñar con la
revolución educativa, a contentarnos con algunas reformas superficiales.
El desafío que afronta cada docente tiene la misma dimensión que las oportunidades
que dispone. Sin embargo, hay una distinción sustancial que considerar: si la
innovación ha sido una inquietud plausible, más teorizada que puesta en práctica
durante el siglo XX; las profundas trasformaciones que la tecnología digital, la robótica
y la inteligencia artificial están ejerciendo en la ciencia, el trabajo, y en la educación,
exigen una reformulación urgente de la relación entre estudiantes, conocimientos y
clases. La docencia universitaria tiene la oportunidad histórica de conducir ese
proceso.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social