Si no tuviéramos que preocuparnos por las calificaciones, ¿de qué modo nos
comportaríamos en el aula? Quizás no estaríamos tan pendientes de efectuar de un
modo correcto la traducción a datos cuantitativos de todas las acciones, tareas y
avances que protagoniza cada estudiante a lo largo de un cuatrimestre. Es decir,
podríamos recuperar la dimensión dialógica, constructiva y voluntaria de la educación.
Si no hay ningún registro que valore o sancione la participación, el acuerdo no estaría
sustentado por acreditaciones, sino por el mero hecho de gozar en la construcción
colectiva del conocimiento.
¿Y quiénes sentirían más alivio docentes o alumnos? Por lo pronto, podemos
sospechar que el vínculo con las calificaciones genera incomodidad a ambos, es como
si le incluyera una lista de precios a las interacciones. De alguna manera, es una
interrupción a la narración grupal que se pretende desarrollar. La existencia de las
notas tiene un peso que agota, tanto para quienes van bien como para el resto, es una
fuerza que presiona y divide continuamente. También para la docente supone un
ejercicio muy desgastante: debe ser ecuánime siempre, porque en cada decisión se
juega su legitimidad. Un error en una cifra puede dar lugar a sospechas de favoritismo
o quejas ante su manifiesta imparcialidad.
Deshacernos de las cifras y todas sus variantes no implica rechazar las evaluaciones,
bien se pueden sostener reformulando se sentido y su dinámica. Si se utilizan para que
cada estudiante pueda hacer un análisis de los logros y de su trayectoria, sin que el
docente tenga que manifestar su valoración definitiva, sino más bien ofrecer
sugerencias que no tenga otra pretensión que orientar sin que eso suponga una
consecuencia feliz o punitiva.
Sin la sombra de las calificaciones (que son, hay que admitirlo, un dispositivo de
disciplinamiento), el tiempo de las clases sería más extenso, y acaso menos
problemático. Tal vez parezca innecesario recordarlo, pero los registros responden a
una necesidad administrativa, no educativa. Nadie enseña ni aprende mejor gracias a
la burocracia, aunque en muchas instituciones confundan los roles y supongan que
buen docente es quien cumple con las entregas de notas y lleva las planificaciones al
día. Cuando las demandas externas ocupan más espacio y energías que los afanes de
cada estudiante, sucede la catástrofe: la clase se convierte en una excusa para cumplir
con los requerimientos del equipo de gestión. Hacer para otros impide el
protagonismo y lo relega a su mínima expresión.
La educación formal parece estar oprimida por circunstancias que le son ajenas,
docentes y estudiantes parecen súbditos de las autoridades, o acaso actores de bajo
rango cuya única obligación es seguir un guion que no depara más que rutinas
avejentadas.
Calificar es un acto subjetivo, y a la vez limitante, indefectiblemente ambiguo. ¿O
acaso estamos convencidos que entre un 7 y un 8 hay diferencias sustanciales que
podríamos argumentar con solvencia?
¿Alguien conoce a docentes que gocen calificando? Acerca de los estudiantes no hace
falta preguntar. Y aún así a nadie se le ocurre discutir al respecto. La administración se
apoderó del aula, por eso se parece tanto a una oficina.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social