
La frase pasa más hambre que maestro de escuela tiene la fuerza de un proverbio en nuestra sociedad. Surgió en el siglo XIX y lamentablemente en la actualidad se utiliza con frecuencia. Si nos detenemos a evaluar los contextos en los que se pronuncia y la intención que persigue, resulta aún más penoso, ya que supone el triunfo del conformismo ante esa injusticia y, por lo tanto, acaba convalidando cualquier otra. Su mención suele estar acompañada de la referencia a la vocación, para equilibrar la situación: es cierto que se cobra poco, pero es la vocación la que debe impulsarte y no el afán lucrativo. Me pregunto si a alguien le interesa si su contadora, abogada o electricista tiene vocación, o le paga por sus servicios a partir de acordar una tarifa. Pretender que la vocación oculte las necesidades es una mezquindad propia de la burguesía que se apropia de los valores que rigen una cultura para usarlos en su favor. ¿Alguien realmente cree que si hay vocación se debe resignar a cobrar poco?
No es menos notable que se utilice con cierto goce y no tanto con vergüenza, casi como si fuera algo gracioso o tan evidente e histórico que no saberlo supone una inocencia que no puede perdonarse. El sentido que trae consigo es: para qué te dedicas a la docencia si sabes que desde siempre se paga muy poco. El error entonces es del sujeto que tenía expectativas diferentes, no del orden social. Ahora bien, ¿por qué una parte importante de la población sigue sosteniendo esa premisa? No podría considerarse que lo haga por beneficio propio, ser cómplices no les retribuye dividendos. ¿Será desinterés, es decir ausencia absoluta de solidaridad? Como no me dedico a dar clases, que su sueldo sea malo no es mi problema, tal vez piensen. ¿O quizás habrá cierta envidia por aquellas personas que aman lo que hacen y sienten que el prójimo merece todo su esfuerzo? Trabajar de docente significa que hay miles más importantes que nosotros, por eso les dedicamos nuestros afanes cotidianos durante treinta años.
Tal vez ante la sospecha de que se disfruta, (acometiendo una idealización tan procaz como la que sostiene que la vocación alcanza para soportar toda necesidad), suscite en quienes padecen sus labores, porque no las han elegido o porque suponían que era diferente, una envidia tan sostenida que les hace partícipes activos de un recelo lacerante.

Quien estudia ocupa un privilegio y quien enseña es víctima de las condiciones tradicionales de su profesión. Vaya modo tan particular de distribuir la legitimidad y los recursos monetarios.
¿Se conoce algún ejemplo de una sociedad que haya caído en decadencia porque sus docentes hayan obtenido excelentes condiciones de trabajo? Y no se trata tan sólo de una cuestión de material, sino también simbólica. Pugnar por una sociedad más justa, no es sólo una cuestión monetaria. Debemos convencernos que nadie se vuelve mejor por adherir a una arbitrariedad.
Luis Sujatovich, Prof. y Dr. en Comunicación Social